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Dos noches más tarde, cuando la ametralladora del puesto de observación disparó sobre la casa del cronista Xivo Gavo, cuya lámpara de petróleo era la última de la ciudad en apagarse, todos comprendieron que con el
La construcción del aeropuerto era también tema diario de conversación. La palabra «aeropuerto», machacada sin compasión por las bocas desdentadas de todas las viejas de la ciudad, surgía de entre aquellos fragmentos tan mutilada que apenas se la reconocía; y sin embargo, aquellas erres, pes y tes (granos de arena empapados de saliva) enlazadas del modo más ridículo unas con otras poseían una fuerza de conmoción extraordinaria.
En la llanura, que ya todo el mundo llamaba «el campo del aeropuerto», el trabajo proseguía día y noche. Miles de soldados y cientos de camiones bullían allí constantemente, empeñados en hacer algo que, desde lejos, parecía nimio. El ruido de las hormigoneras y las apisonadoras invadía continuamente la ciudad.
Justo en ese tiempo se produjeron varios robos. Beneficiándose de la oscuridad impuesta, los ladrones levantaban los tejados y entraban en las casas (en nuestra ciudad, la mayor parte de los robos se hacía a través de los tejados).
Inmediatamente después de los primeros robos, pasó sobre la ciudad el primer avión desconocido. Volaba a gran altura y nadie lo hubiera percibido a no ser porque emitía, desde más allá de las nubes, un sonido ronco, extraño a nuestros oídos, que llegaba en oleadas, parecido a una sucesión infinita de truenos. Dejó a su paso una especie de estupor suspendido de las nubes que planeó sobre nuestras cabezas.
En días sucesivos pasaron otros aviones, casi siempre solitarios y a una altura extraordinaria, como si pretendieran demostrar que no tenían nada que ver con nuestra ciudad. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Adonde se dirigían? ¿Por qué? El cielo era del todo inexcrutable y displicente.
Quizá los robos a través de los tejados habrían aumentado si de pronto no hubiera hecho aparición un nuevo monstruo: el proyector. Se había acercado a la ciudad en completo silencio y nadie supo una palabra, no ya de su proximidad, sino de su sola existencia, hasta el instante en que su único ojo, como el de un cíclope, se encendió una noche de octubre en la ladera de Zalli. Un largo brazo de luz se extendió de pronto, como un reptil transparente, en busca de la ciudad. En el abismo de tinieblas parecía débil, pero en cuanto rozó los primeros tejados se condensó y con una claridad implacable comenzó a deslizarse sobre las fachadas empalidecidas de terror.
La operación se repitió sin falta a partir de entonces. Cada noche, la luz del proyector salía en busca de la ciudad y nada más encontrarla se aferraba a ella. Era una bestia marina y gelatinosa que se deslizaba sobre los barrios, cambiando continuamente de forma, adaptándose a los contornos de las casas o de las calles sobre las que se cernía.
Fue entonces cuando se redoblaron las visitas de las viejas comadres, lo cual era de esperar. Al contrario que las
Como habitualmente sucedía tras acontecimientos semejantes, las viejas comadres volvieron a llenar las calles y callejas. Por el camino de la fortaleza y en el viejo mercado, en Palorto Alto y en Palorto Bajo, en la plaza del centro, sobre el Puente de las Disputas, en los empedrados que rodeaban el matadero, caminaban incansables bajo las gotas escasas de lluvia, cubiertas con velos negros; bajaban a Varosh, subían a Dunavat, desfallecidas y cargadas de toses y de noticias.