Oímos un gorgoteo. Un hombre lavaba el suelo con una manguera negra de goma. Otro empujaba el agua con un escobón hacia los canales laterales. Una avalancha fluida se estrelló junto a nuestros pies. Miramos hacia abajo, retrocedimos, pero ya era tarde. El suelo estaba ensangrentado. Era evidente que todo había sucedido antes de nuestra llegada. Sin embargo, los hombres no se movían, lo que significaba que se preparaba una nueva matanza. El agua espumeaba con fuerza sobre los grandes cuajarones de sangre, los arrastraba sobre el piso de cemento y se los llevaba antes de que pudieran solidificarse.
Entonces lo vimos todo. Alrededor había un cobertizo de una sola planta, también de cemento, que circundaba la nave por todas partes. De su techo pendían cientos de ganchos de hierro. Debajo estaban las ovejas y entre ellas los aldeanos vestidos con prendas de lana negra y pellizas igualmente negras, encorvados sobre los lomos de los animales y con las manos fuertemente aferradas a su lana. Ellos esperaban también.
La gente que pasaba el rato mirando no se impacientaba. Dos de ellos habían sacado los rosarios y los manipulaban con morosidad. Nunca había visto sus caras. El del sombrero de copa miró el reloj: al parecer, había llegado el momento. De pronto vimos a los matarifes, vestidos de blanco, con las manos delgadas y enrojecidas. Se situaron en pie junto al caño, justo en el centro del recinto, y cuando los aldeanos comenzaron a empujar sus reses hacia ellos desde los habitáculos laterales, ni siquiera se movieron. Nos pareció escuchar un fragor apagado, provocado por los miles de pezuñas que rozaban suavemente el suelo. El fragor era hondo, rítmico y se prolongó largamente. Cuando las hileras de ganado llegaron junto al caño, donde esperaban los matarifes, vimos relumbrar de pronto los cuchillos en sus manos. Comenzaba.
Sentí dolor en la mano derecha. Las uñas de Ilir se me clavaban en la carne. Tenía ganas de vomitar.
– Vámonos.
Ninguno había pronunciado esta palabra y, sin embargo, tapándonos los ojos con la mano buscamos a ciegas la escalera.
Descendimos por fin. Nos marchamos. A medida que nos alejábamos de la carnicería, las calles se iban animando. Unos volvían del mercado con coles en las manos. Otros se dirigían a él. ¿Sabían acaso lo que estaba sucediendo allá arriba, en el matadero?
– ¿Dónde os habíais metido? -tronó de pronto una voz, como caída del cielo. Alzamos la cabeza. Apareció ante nosotros Mane Voco, el padre de Ilir. Llevaba en las manos un pan de maíz y un manojo de cebolletas.
– ¿Dónde estabais? -insistió-. ¿Por qué estáis tan pálidos?
– Estábamos allí… en el matadero.
– ¿En el matadero?
Las cebolletas se agitaron en su mano, como serpientes.
– ¿Qué pintabais vosotros en el matadero?
– Nada, papá, fuimos sólo para ver.
– ¿Para ver qué?
Las cebolletas se tranquilizaron y sus tallos colgaron flácidamente.
– Nunca más volváis al matadero -dijo Mane Voco con voz suave.
Sus dedos buscaban algo en el pequeño bolsillo del chaleco. Por fin lo encontró. Medio
– Tomad, idos ambos al cine.
Mane Voco se fue. Poco a poco íbamos saliendo de nuestro desconcierto. La visión del mercado, que atravesábamos ahora, nos tranquilizaba. Sobre los tenderetes, sobre los cestos, sobre los pañuelos extendidos, se ofrecía un mundo verde que no existía en nuestras casas. Coles, verduras, cebollas, sonrisas de los valles, leche, rocío matutino, queso, perejil y, en medio de todo aquello, el tintineo del dinero. Preguntas. Respuestas. Preguntas. ¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto? Murmullos. Maldiciones. «¡Que se te atragante! ¡Ojalá te lo gastes en medicinas!». ¡Cuánto veneno resbalaba por la lechuga, por las coles! Y resbalaban los gusanos, resbalaba la muerte. ¿Cuánto?
Nos alejamos. Al fondo de la plaza, un soldado italiano tocaba la armónica mirando pasar a las muchachas. Llegamos hasta las carteleras. No había película.
Regresamos a nuestras casas. Al subir la escalera oí la risa de mi tía, la menor. Xexo y doña Pino estaban aún allí. La tía, sentada en una silla, balanceaba una pierna y reía a carcajadas. Xexo volvió los ojos dos o tres veces hacia la abuela, quien no hizo sino fruncir ligeramente los labios, como diciendo: «Qué le vamos a hacer, querida Xexo, así son las muchachas de ahora».
Llegó papá.
– ¿Lo has oído? -le dijo la tía en cuanto entró-. En Tirana han atentado contra Víctor Manuel.
– Me lo han contado en el café.
– El autor del atentado había escondido el revólver en un ramo de rosas.
– ¿Ah, sí?
– Mañana lo ahorcan. Tiene diecisiete años.
– ¡Oh, esos pobres muchachos! -exclamó la abuela.
– Es la hecatombe.
– ¡Qué pena que no acertara! -dijo la tía-. Se lo impidieron las rosas.
– ¿Qué sabes tú de todo eso? -dijo mamá casi con reprobación.
– Lo sé -dijo la tía.
Xexo se puso el gorro y, tras despedirse, se fue. Poco después se marchó también doña Pino.