Subí a la segunda planta. Había cierta animación en las calles. Regresaban del mercado los últimos viandantes. Maksut, el hijo de Nazo, llevaba bajo el brazo un repollo, que parecía una cabeza cortada. Tuve la impresión de que sonreía para sus adentros.
Los campesinos habían comenzado a marcharse. Poco más tarde, las calles de Varosh y de Palorto, las de Hazmurat, de Chetemel y de Zalli, la carretera y el puente del río se llenarían de sus negras pellizas, que se alejarían y se alejarían en dirección a sus aldeas, que nunca llegaban a verse. Como un caballo amarrado al palenque, esa tarde la ciudad devoraría el verdor que habían traído. Aquella materia verde y suave que habían traído consigo, el rocío de los prados y el resonar de las esquilas, eran demasiado escasos y resultaban incapaces de suavizar tan siquiera un poco su aspereza. Los aldeanos se iban. Sus pellizas negras bailaban ahora bajo el crepúsculo. El empedrado despedía las últimas chispas de irritación bajo los cascos de los caballos. Era tarde. Debían apresurarse para llegar a sus aldeas. Ni siquiera volvían la cabeza para mirar la ciudad que se quedaba sola con sus piedras. Desde la alta prisión de la fortaleza se difundía un tableteo apagado. Como cada tarde, los guardianes comprobaban los barrotes de las ventanas de la cárcel, golpeándolos rítmicamente con un hierro.
Contemplaba a los últimos campesinos que atravesaban ahora el puente del río y pensaba en lo extraño que resultaba dividir a los hombres en campesinos y ciudadanos. ¿Cómo son las aldeas? ¿Dónde están y por qué no se ven? En realidad, ni siquiera creía en la existencia de las aldeas. Me parecía que los campesinos que ahora se alejaban simulaban dirigirse a ellas, pero en realidad no iban a ninguna parte; simplemente se desperdigaban para acurrucarse en algún rincón tras los promontorios repletos de arbustos que rodeaban la ciudad y allí esperaban durante una semana, hasta que llegara el siguiente día de mercado, para llenar de nuevo nuestras calles de verdor, esquilas y rocío.
Me preguntaba por qué a los hombres se les había ocurrido reunir tanta piedra y madera y hacer con ellas muros y tejados de toda clase, para después darle el nombre de ciudad a todo ese enorme montón de calles, de aleros, de chimeneas y de patios. Pero aún más incomprensible me resultaba la expresión «ciudad ocupada», pronunciada cada vez con mayor frecuencia en las conversaciones de los mayores. Nuestra ciudad estaba ocupada. Esto significaba que había en ella soldados extranjeros. Lo sabía, pero lo que me atormentaba era otra cosa. No lograba imaginar la existencia de una ciudad sin ocupar. Además, si nuestra ciudad no estuviera ocupada, ¿no serían aquellas las mismas calles, las mismas fuentes y tejados, las mismas personas, y no tendría yo el mismo padre y la misma madre y no vendrían de visita Xexo, doña Pino, la tía Xemo y todas las personas que acostumbraban a hacerlo?
– No sois capaces de entender lo que significa una ciudad libre porque estáis creciendo en la esclavitud -me dijo una vez Javer cuando se lo pregunté-. Resulta difícil explicarlo, créeme. Todo será tan distinto entonces, tan hermoso, que al principio nos sentiremos aturdidos.
– ¿Tanto vamos a comer?
– Claro que comeremos. Sí, sí, claro. Pero habrá otras muchas cosas. ¡Oh, sí! Hay otras muchas cosas que yo mismo no sé muy bien.