– ¿Y si fuéramos a tomar algo? -nos sugiere Kim-. Yo invito y tú eliges el lugar, Naveed.
Naveed consiente en perdonarme mi grosería, pero sigue apenado. Respira hondo, mira por encima de su hombro para pensárselo y nos propone ir a
Mientras Kim sigue al coche de Naveed, intento explicarme el motivo de mi agresividad contra quien no me ha dejado en la estacada cuando los demás me han puesto en la picota. ¿Será por lo que representa, por su placa de poli? Sin embargo, no tiene que resultar fácil para un poli seguir tratándose con alguien casado con una kamikaze… Le doy vueltas al tema con la esperanza de no dejarme llevar por consideraciones susceptibles de ponerme en situación de desventaja y de aislarme aún más en mi tormento. Curiosamente, justo cuando intento no meter la pata, es cuando se apodera de mí esa necesidad de ser desagradable. ¿Será porque me niego a disociarme de la culpa de Sihem? En tal caso, ¿en qué me estoy convirtiendo? ¿Qué pretendo demostrar o justificar? ¿Y qué sabemos realmente de lo que es justo o no, de lo que nos conviene o no? Carecemos por igual de discernimiento cuando acertamos y cuando erramos. Así viven los hombres: para lo peor cuando es lo mejor que pueden ofrecer, y para lo mejor cuando eso no significa gran cosa… Mis pensamientos me acorralan, se burlan de mi estado de ánimo. Se alimentan de mi fragilidad, abusan de mi pena. Soy consciente de su trabajo de zapa y los dejo hacer como un vigilante confiado se entrega al sueño. Quizá mis lágrimas hayan ahogado en parte mi pena, pero la ira sigue ahí, como un tumor oculto en lo más profundo de mi ser, o un monstruo abisal agazapado en las tinieblas de su guarida, acechando el momento propicio para volver a la superficie y sembrar el terror. Lo mismo piensa Kim. Sabe que intento exteriorizar este indigesto horror que chapotea en mis tripas, que mi agresividad no es sino el síntoma de una violencia extrema que brota trabajosamente de mi fuero interno y acumula energías en espera de estallar. No me pierde de vista ni un segundo para mitigar los daños. Pero la turbiedad de mi juego la tiene desconcertada y está empezando a dudar.
Nos sentamos en la terraza del café, en medio de una plazoleta embaldosada. Hay algunos clientes sentados aquí y allá, unos bien acompañados y otros escrutando pensativamente su vaso o su taza. El encargado es un grandullón melenudo con barba de vikingo. Rubio como una gavilla de heno y velludo de brazos y hombros, lleva pegada al cuerpo una camiseta de marinero. Saluda a Naveed, al que parece conocer, toma nota de lo que pedimos y se va.
– ¿Desde cuándo fumas? -me pregunta Naveed al verme sacar un paquete de tabaco.
– Desde que mi sueño se convirtió en humo.
La réplica consterna a Kim, que se limita a apretar los puños. Naveed la medita con calma, con el labio inferior caído. Durante un momento, siento que está a punto de ponerme en mi sitio, pero acaba optando por echarse hacia atrás en su silla y cruzar las manos en lo alto de su tripa.
El encargado regresa con una bandeja, sirve una cerveza espumosa a Naveed, un zumo de tomate a Kim y una taza de café a mí. Suelta una broma al jefe de la policía y se retira. Kim se lleva el vaso a la boca y da tres sorbos seguidos. Se siente muy defraudada y se calla para no soltarme a la cara lo que siente.
– ¿Cómo está Margaret? -pregunto a Naveed.
Naveed tarda en contestar. Como está sobre aviso, se toma su tiempo y echa un trago antes de contestar:
– Está bien, gracias.
– ¿Y los niños?
– Ya los conoces, a veces se llevan bien y otras se pelean.
– ¿Sigues pensando en casar a Edeet con aquel mecánico?
– Es lo que ella quiere.
– ¿Crees que es un buen partido?
– Es estos temas no procede creer sino rezar.
Asiento con la cabeza:
– Tienes razón. El matrimonio ha sido siempre una lotería. De nada sirve hacer cálculos o tomar precauciones. Obedece a su propia lógica.
Naveed constata que mis palabras no llevan trampa. Se relaja un poco, saborea un trago de cerveza, chasquea la lengua y me echa una mirada profunda.
– ¿Y tu muñeca?
– Muy contusionada, pero no hay nada roto.
Kim pilla un cigarrillo de mi paquete. Le alargo mi mechero. Aspira con voracidad, se yergue y suelta un chorro de humo por la nariz.
– ¿Cómo va la investigación? -pregunto de sopetón.
Kim se atraganta con una calada.
Naveed me mira con intensidad, de nuevo sobre aviso.
– No quiero pelearme contigo, Amín.
– Tampoco lo pretendo yo. Tengo derecho a saber.
– ¿Saber qué, exactamente, lo que te niegas a aceptar?
– Ya no.
Kim me vigila muy de cerca, con su pitillo pegado a la mejilla y un ojo medio cerrado por el humo. No ve adónde quiero ir a parar.
Naveed aparta con cuidado su jarra de cerveza, como para hacer sitio a su alrededor y tenerme para él solo.
– ¿Sabes que fue ella qué?
– Que fue ella la que se voló en el restaurante.
– ¿Y eso desde cuándo?
– ¿Es un interrogatorio, Naveed?