Volví a la criopreservación, pasando los siguientes once meses con mi cuerpo y su degeneración detenidos. Pero cuando finalmente se completó la gestación de Wibadal, Hollus volvió a despertarme en la que sería, los dos lo sabíamos, la última vez.
Los wreeds habían anunciado que hoy sería el día; la hija estaba completa y la sacarían del útero artificial.
—Deseamos que exprese lo mejor que hay en todos nosotros —dijo T'kna, el wreed al que había conocido por primera vez por telepresencia todos esos meses antes, todos esos siglos antes.
Hollus hizo subir y bajar el torso. «A» dijo una de sus bocas, y «mén» concluyó la otra.
Yo estaba aturdido por la animación suspendida, pero contemplé con fascinación cómo Wibadal era sacada del útero. Llegó al universo llorando, igual que había hecho yo, al igual que todos los miles de mil ones que me habían precedido.
Hollus y yo pasamos horas simplemente mirándola, una forma extraña, ya con la mitad de mi tamaño.
—Me pregunto cuánto tiempo vivirá —le dije a mi amiga forhilnor; quizá fuese una idea extraña, pero tenía el tiempo de vida muy presente en mi mente.
—«Quién» «sabe» —contestó—. La falta de telómeros no parece serle un impedimento. Sus células podrían reproducirse por siempre, y…
Se detuvo.
—Y así lo harán —dijo después de unos momentos de reflexión—. Así lo harán. Esa entidad —hizo un gesto en dirección a la obscuridad espacial centrada en las pantallas de visión— sobrevivió al último big crunch. Wibadal, sospecho, sobrevivirá al siguiente, convirtiéndose en la diosa del universo que lo preceda.
Era una idea pasmosa, aunque quizá Hollus tuviese razón. Pero yo no viviría lo suficiente para estar seguro.
Wibadal se encontraba tras una luna de vidrio en una sala de maternidad construida especialmente con una única cuna circular. Golpeé suavemente el cristal, como los padres de mi mundo habían hecho un mil ón de veces antes. Golpeé y agité la mano.
Y Wibadal se movió, y agitó un apéndice regordete en mi dirección. Quizás el Dios actual nunca hubiese dado muestras de saber de mi presencia —incluso cuando yo había venido justo hasta él, se había mostrado indiferente—, pero esta diosa en potencia me percibió, al menos una vez, al menos durante un momento.
Y durante ese momento, no sentí dolor.
Pero pronto, la agonía regresó; se había estado haciendo peor, y yo me había estado debilitando.
El tiempo se acababa.
Escribí una última y larga carta a Ricky por si, por un milagro, siguiese vivo. Hollus la transmitió a la Tierra; les llegaría casi medio milenio después. Le conté a mi hijo lo que había visto y lo mucho que le amaba.
Y luego le pedí a Hollus un último favor, una gracia final. Le pedí el tipo de cosa que sólo un buen amigo puede pedirle a otro. Le pedí que me ayudase a terminar, a seguir. Sólo había traído unas pocas cosas de la Tierra, además de mi medicación contra el cáncer y mis pastillas.
Pero había traído un texto de bioquímica con suficiente información para que la doctora de la
La propia Hollus administró la inyección, y se sentó junto a mi cama, sosteniendo ¡mi mano enflaquecida con una de las suyas, su piel burbujeante fue lo último que sentí.
Le pedí a Hollus que apuntase mis últimas palabras y las retransmitiese también a la Tierra, para que Ricky, o quien siguiese allí, supiese qué había dicho. Como ya había fantaseado antes, quizás él, o uno de mis enésimos bisnietos escribiese un libro sobre el primer contacto entre un extraterrestre y alguien que, suponía, era demasiado humano.
Me sorprendió descubrir cuáles fueron mis últimas palabras.
—Sabes —le dije a Hollus sus ojos agitándose de un lado a otro—. Recuerdo cuándo me sentí fascinado por primera vez por los fósiles.
Hollus escuchaba.
—Había estado en una playa —dije—, jugando con algunas rocas, y me asombró encontrar una concha de piedra incrustada en una de el as. Había encontrado algo que jamás habría buscado —el dolor iba reduciéndose; todo se me empezaba a escapar. Apreté la mano de la forhilnor—. Supongo que soy un hombre afortunado —dije, sintiendo cómo me l egaba la paz—. Me ha sucedido por segunda vez.