Más aún, claro, me pregunté si la humanidad seguía existiendo, si habíamos evitado el golpe al final de la ecuación de Drake, si habíamos evitado volarnos con armas nucleares. Antes de mi partida las habíamos tenido durante unos cincuenta años; ¿habíamos resistido la tentación de usarlas durante ocho veces ese tiempo?
O quizás… /
Era lo que habían elegido los nativos de Epsilon Indi.
Y los de Tau Ceti.
Y también los de Mu Cassiopeae A.
Por no mencionar a los de Sigma Draconis.
E incluso esos seres amorales de Groombridge 1618, los cabrones arrogantes que habían volado Betelgeuse.
Todos el os, si yo tenía razón, habían trascendido al dominó mecánico, un mundo virtual, un paraíso generado por ordenador.
Y a estas alturas, con cuatro siglos de avances tecnológicos adicionales, seguro que el
Quizá lo hubiese hecho. Quizás.
Miré a Hollus, flotando frente a mí: la Hollus real, no el simulacro. Mi amiga, en carne y hueso.
Quizá la humanidad hubiese seguido el ejemplo de los nativos de Mu Cassiopeae A, volando la Luna, dotando a la Tierra de unos anillos que harían sombra a los de Saturno; evidentemente, nuestra luna es relativamente más pequeña que la de los casiopeianos así que contribuye menos a la regeneración del manto. Aun así, quizás ahora mismo hubiese una señal de advertencia extendiéndose sobre alguna región geológicamente estable de la Tierra.
Volvía a flotar libremente, demasiado lejos de cualquier pared; tenía tendencia a hacerlo. Hollus maniobró en mi dirección y me agarró la mano.
Esperaba que la humanidad no hubiese trascendido. Esperaba que la humanidad fuese, bien, todavía humana —todavía caliente, biológica y real.
Pero no había forma de saberlo.
¿Y seguía al í esa entidad, esperándonos, después de más de cuatro siglos?
Sí.
Oh, quizá no hubiese rondado por al í todo ese tiempo; quizás había calculado cuándo l egaríamos, y mientras tanto había ido a ocuparse de otros asuntos. Mientras la
Y, claro, quizá no fuese en realidad Dios; quizá fuese una forma de vida extremadamente avanzada, algún representante de una especie antigua pero totalmente natural. O quizá fuese en realidad una máquina, un enjambre masivo de entidades nanotecnológicas; no había razón que impidiese que una tecnología avanzada no pareciese orgánica.
Pero ¿dónde trazas la línea? Algo —alguien— estableció los parámetros fundamentales del universo.
Alguien había intervenido en al menos tres mundos durante un periodo de 375 mil ones de años, un periodo dos millones de veces mayor que el par de siglos que las especies inteligentes parecen sobrevivir en estado corpóreo.
Y alguien había salvado ahora a la Tierra, Delta Pavonis II y Beta Hydri III de la explosión de una estrel a supergigante, absorbiendo en algunos momentos más energía de la producida por todas las estrellas de la galaxia, y haciéndolo sin quedar destruido en el proceso.
¿Cómo defines a Dios? ¿Debe ser omnisciente? ¿Omnipotente? Como dicen los wreeds, ésas no son más que abstracciones, y posiblemente inalcanzables. ¿Debe definirse a Dios de tal forma que lo sitúe más al á del alcance de la ciencia?
Siempre había creído que no había nada más allá del alcance de la ciencia.
Y todavía lo creo.
¿Dónde trazas la línea?
Aquí mismo. Para mí, la respuesta estaba aquí mismo.
¿Cómo defines a Dios?
De esta forma. Un Dios que yo podría comprender, al menos en potencia, sería infinitamente más interesante y revelador que uno que desafiase toda comprensión.
Flotaba frente a una de las pantallas de pared, con Hollus a la izquierda, seis forhilnores más cerca de ella, una serie de wreeds a mi derecha, y miramos al ser. Resultó tener como unos 1.500 millones de kilómetros de ancho —aproximadamente el diámetro de la órbita de Júpiter—. Y era de un negro tan absoluto que me dijeron que incluso el resplandor de la llama de fusión de la
La entidad seguía eclipsando Betelgeuse —o lo que quedase de ella— hasta que estuvimos muy cerca. Luego se hizo a un lado, sus seis miembros moviéndose como los radios de una rueda, revelando la vasta nebulosa rosa que se había formado y el diminuto pulsar, el cadáver de Betelgeuse, en su centro.
Pero ése fue su único reconocimiento de nuestra presencia, al menos por lo que yo sabía. Volvía a desear tener ventanas de verdad: quizá si nos viese saludando respondería, moviendo uno de sus vastos seudópodos de obsidiana en un arco lento y majestuoso.