Читаем El cálculo de Dios полностью

—«Bestia vengativa de destrucción en masa» —respondió Hollus.

Tragué con fuerza. Supongo que parte de mí había estado esperando uno de esos momentos de «¡Es un libro de cocina!».

—Lo lamento —dijo de nuevo—. No pude resistirme. Significa «Viajero Estelar» o algo similar.

—No es muy inspirado —dije, esperando no estar insultando a nadie.

Los pedúnculos de Hollus se separaron a su distancia máxima.

—Lo decidió un comité.

Sonreí. Igual que el nombre de la Galería de los Descubrimientos en el RMO. Volví a mirar a la nave. Mientras había atendido a Hollus, había aparecido una abertura en un lado; no tenía ni idea si se había abierto como un iris o era un panel que se había deslizado. La abertura estaba bañada en una luz blanco amarilla y, en su interior, pude ver otros tres transbordadores en forma de cuña.

El nuestro siguió acercándose.

—¿Dónde están las estrel as?—pregunté.

Hollus me miró.

—Esperaba ver la estrellas en el espacio.

—Oh —dijo—. El resplandor del Sol y la Tierra las ahoga —cantó unas palabras en su propia lengua, y en la pantal a aparecieron las estrel as—. El ordenador ha incrementado el brillo aparente de cada una de las estrellas, de forma que ahora son visibles. —Señaló con el brazo izquierdo—. ¿Ves esa línea en zigzag de ahí? Es Casiopea. Justo bajo la estrella central están Mu y Eta Cassiopeae, dos de los lugares que visité antes de venir aquí. — Las estrellas señaladas mostraron de repente círculos a su alrededor generados por ordenador—. ¿Y ves esa mancha debajo? —Apareció otro círculo obediente—. Ésa es la galaxia de Andrómeda.

—Es hermosa —dije.

Pero pronto, la Merelcas ocupó por completo el campo de visión. Aparentemente, todo era automático; exceptuando el ocasional comando cantado, Hollus no había hecho nada desde que entramos en el transbordador.

Se produjo un sonido metálico, conducido por el casco del transbordador, al conectar con un adaptador de enganche en la pared más alejada de la bahía abierta. Hollus golpeó el mamparo con sus cuatro pies y voló lentamente hacia la puerta. Intenté seguirla, pero comprendí que me había alejado demasiado de la pared; no podía l egar para golpearla.

Hollus reconoció mi problema, y sus pedúnculos volvieron a moverse de risa. Maniobró de vuelta y me alargó una mano. La tomé. Era efectivamente la Hollus de carne y hueso; no hubo pinchazos de estática. Volvió a empujar el mamparo y los dos volamos hacia la puerta, que obedientemente se abrió al aproximarnos.

Esperándonos había otros tres forhilnores y dos wreeds. Era fácil distinguir a los forhilnores —cada uno l evaba una tela de diferente color envuelta alrededor del torso—, pero los wreeds tenían un aspecto terriblemente similar.

Pasé tres días explorando la nave. La iluminación era toda indirecta; no podías ver los elementos. Las paredes, y gran parte del equipo, eran de color cian. Asumí que para wreeds y forhilnores, ése, no muy alejado del color del cielo, se consideraba neutral; lo usaban al í donde los humanos empleaban el beige. Una vez visité el habitat wreed, pero tenía un olor a moho que me resultó desagradable; pasé la mayor parte de mi tiempo en el módulo común.

Contenía dos centrífugos concéntricos que rotaban para simular la gravedad; el exterior estaba ajustado a las condiciones en Beta Hydri III, y el interior simulaba las de Delta Pavonis II.

Los cuatro pasajeros de la Tierra —yo; Qaiser, la mujer esquizofrénica; Zhu, el viejo cultivador de arroz chino; y Huhn, el gorila de dorso plateado— disfrutamos contemplando el fabuloso espectáculo de la Tierra, una gloriosa esfera de sodalita pulida, quedándose atrás mientras la Merelcas iniciaba su viaje —aunque Huhn, evidentemente, en realidad no comprendía lo que veía.

Menos de un día después pasamos la órbita de la luna. Mis compañeros de viaje y yo nos encontrábamos ahora más alejados en el espacio de lo que jamás lo hubiese estado nadie de nuestro planeta —y aun así sólo habíamos cubierto menos que una diez mil milésima parte de la distancia total que tendríamos que atravesar.

Intenté repetidamente mantener conversaciones con Zhu; inicialmente desconfiaba de mí —más tarde me dijo que yo era el primer occidental que había visto—, pero el hecho de que yo hablase mandarín acabó haciendo que cediese. Aun así, supongo que revelé mi ignorancia más de una vez durante nuestras charlas. Me era fácil comprender por qué yo, un científico, quisiese ir a las proximidades de Betelgeuse; me era más difícil comprender por qué un viejo granjero desearía hacer lo mismo. Y Zhu era realmente viejo —ni siquiera él mismo estaba seguro de cuándo había nacido, pero no me hubiese sorprendido que fuese antes de finales del siglo XIX.

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