Читаем El corazon de la serpiente полностью

— En otras palabras, la humanidad no era capaz de vencer las fuerzas de la naturaleza en el plano cósmico antes de haber ascendido al grado superior de la sociedad comunista. ¡No podía ni puede haber otro camino! — corroboró Kari—. Lo mismo cabe decir de toda otra humanidad, si entendemos por ella las formas superiores de vida racional organizada.

— Nosotros y nuestras naves son las manos que la humanidad tiende hacia las estrellas — dijo Mut Ang—. ¡Y esas manos están limpias! Mas esto no puede ser privilegio exclusivo de nosotros. Pronto percibiremos el roce de otra mano igual de limpia y poderosa que la nuestra.

Los jóvenes acogieron con voces de júbilo estas palabras finales de su capitán. Y los que ya no eran tan jóvenes y habían aprendido a vigilar sus emociones, rodearon con visible agitación a Mut Ang.


Aquella nave que venía hacia ellos, procedente de un planeta de otro astro muy lejano, hallábase aún a una distancia de millones de kilómetros. Los hombres de la Tierra, por vez primera en la larguísima historia de su evolución, entrarían en contacto con hombres de otro mundo. No era de extrañar, por lo tanto, que los astronautas no pudieran contener la excitación que les agitaba. No, no era posible retirarse a descansar o a consumirse esperando en la soledad. Pero Mut Ang, que había calculado la hora en que las astronaves habrían de encontrarse, ordenó a Svet Sim que administrase a todos un calmante.

— En el momento del encuentro con nuestros hermanos cósmicos, debemos hallarnos en el más perfecto estado físico y espiritual — dijo firmemente, respondiendo a las protestas—. Nos espera una tarea ingente: hallar las vías de comunicación para conversar con ellos, para intercambiar nuestros conocimientos — Mut Ang frunció las cejas—. Nunca he sentido tanto temor como ahora de ser incapaz de realizar esto. — Una sombra de inquietud cayó sobre su rostro, habitualmente sereno; sus dedos crispados palidecieron.

Sólo entonces, tal vez, comprendieron los astronautas la enorme responsabilidad que imponía a cada uno aquel inusitado momento. Ingirieron sin rechistar las píldoras que les ofrecía Svet Sim y se retiraron a sus camarotes.

Al principio, Mut Ang quiso quedarse solo con Kari, pero luego cambió de opinión e invitó también a Tey Eron al puesto de mando.

Mut Ang sentóse en su butaca exhalando un profundo suspiro. Estaba rendido. Estiró las piernas, inclinó la cabeza y se tapó el rostro con las manos. Tey y Kari le observaban en silencio, temerosos de perturbar sus reflexiones.

La nave avanzaba con suma lentitud para las magnitudes cósmicas, o sea a la llamada velocidad tangencial, de 200.000 kilómetros por hora, que es la que se empleaba para penetrar en la zona de Roche de cualquier cuerpo celeste. Los autopilotos mantenían exactamente la nave en la derrota calculada con toda precisión. Ya iba siendo hora de que el radar captase alguna señal de la otra nave. Pero ésta no se dejaba ver ni oír, y a cada minuto que pasaba iba aumentando más y más la inquietud de Tey Eron.

Mut Ang se enderezó y en sus labios dibujóse esa sonrisa medio alegre y medio triste que todos en. el barco conocían tan bien.

— « Ven, amigo lejano, cruza el umbral tan deseado... » — cantó él.

Tey, fruncido el ceño, escudriñaba en la densa negrura de la pantalla delantera. El estribillo del capitán parecióle poco oportuno para la seriedad del momento. Pero Kari, que había repetido la letrilla, más alegre aún, lanzaba maliciosas miradas al sombrío semblante del segundo capitán.

— Oiga, Kari, haga la prueba de dar señales con el rayo de nuestro localizador — dijo de pronto Mut Ang, dejando de canturrear— : dos grados a babor, otros dos a estribor y luego en línea vertical.

Tey sintióse algo confuso. ¡Vaya! En vez de haber reprochado mentalmente al capitán, mejor hubiera sido que a él, a Tey, se le hubiese ocurrido una cosa tan sencilla.

Pasaron dos horas. Kari imaginábase al rayo del localizador deslizándose por la inmensidad del espacio y dejando atrás en cada zig-zag cientos de miles de kilómetros. Aquellas señales, por su magnitud, superaban en mucho las leyendas más fantásticas inventadas en la Tierra.

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