Los fulgurantes contornos aumentaban y se extendían hasta ocupar por completo la pantalla negra.
— ¡Atención! ¡Cada cual a su puesto! ¡La deceleración final será de 8 « g »!
Los ojos inyectábanse de sangre, la vista se nublaba y un sudor pegajoso asomaba a la frente bajo la inmensa presión que hundía las butacas hidráulicas... El Telurio paró y quedó suspenso en la helada oscuridad del espacio, donde no existía ni abajo, ni arriba, ni lados, ni fondo, a ciento dos parsecs de nuestro astro querido, el dorado Sol.
Apenas recobrados de aquella fuerte impresión, los astronautas conectaron las pantallas de observación directa y un reflector gigantesco, pero no vieron nada más que una niebla luminosa delante de sí y a babor. El reflector se apagó, y en aquel instante una viva luz azul celeste deslumbre a los que tenían la vista puesta en la pantalla.
— ¡El polarizador a treinta y cinco grados! ¡El filtro de ondas luminosas! — ordenó escuetamente Mut Ang.
— ¿A la onda de seiscientos veinte? — preguntó Tey Eron.
— ¡Está bien!
El polarizador apagó el resplandor azul. Y entonces un poderoso torrente de luz anaranjada penetró en la densa oscuridad, viró, rozó el borde de algo sólido y, por fin, ¡iluminó toda la astronave desconocida!
Se encontraba tan sólo a unos cuantos kilómetros de allí. La seguridad con que se habían acercado hablaba en elogio de los pilotos de ambos vehículos. Era difícil precisar desde lejos las dimensiones de la nave desconocida. Inesperadamente partió de ella un grueso rayo de luz anaranjada, que, por la longitud de la onda, coincidía con la del Telurio. Encendióse y se apagó, para surgir de nuevo al cabo de un instante y quedar en línea vertical, ascendiendo hacia unas constelaciones desconocidas que titilaban al borde de la Vía Láctea.
Mut Ang se restregó la frente con la mano, lo que hacía siempre como si palpase sus pensamientos.
— Es, por lo visto, una señal — dijo Tey Eron con cautela.
— ¡Qué duda cabe! A mi juicio, nos quieren decir que no nos movamos, porque piensan acercarse ellos. Vamos a contestarles.
La nave terrena apagó su reflector, para volver a encenderlo a la onda de 430 y enfocar un rayo azul celeste hacia la popa. Al instante se apagó la columna de luz anaranjada en la nave ajena.
Los astronautas esperaban con la respiración contenida. La nave aquella parecíase más que nada a un carrete: dos conos unidos por los vértices. Uno de ellos — por lo visto, el delantero— tenía la base cubierta por una cúpula; el otro la tenía ancha y abierta en forma de embudo. El centro de la nave era una gruesa banda de líneas indefinidas que emitía tenues destellos y a través de la cual vislumbrábanse los contornos del cilindro que unía los conos. De súbito, la banda se encogió perdiendo su transparencia, y empezó a girar como la rueda de una turbina. La nave empezó a crecer y, en cosa de tres o cuatro segundos ocupó toda la superficie de las pantallas de observación. Estaba claro que era más grande que el Telurio.
— ¡Afra, Yas y Kari! Ustedes vendrán conmigo a la cámara de la esclusa, hacia la salida — dijo Mut Ang—. Usted, Tey, quédese en el puesto de control. Encendamos el iluminador planetario y las luces de posición de babor.
Con febril precipitación pusiéronse las ligeras escafandras que se usaban para explorar planetas y para salir de la nave al espacio cósmico, adonde no se extendiera el mortífero efecto de las radiaciones estelares.
Mut Ang examinó rigurosamente los equipos de sus tres acompañantes, comprobó el funcionamiento de su propia escafandra y conectó las bombas, que aspiraron en el acto el aire de la esclusa. En cuanto el índice de enrarecimiento llegó a la marca verde, el capitán hizo girar tres manivelas. En el mayor silencio, como todo lo que ocurría en el Cosmos, separáronse hacia los lados varias puertas blindadas de corredera que aislaban los Compartimentos; luego saltó la tapa redonda de una escotilla y un ascensor hidráulico entró en acción, sorbiendo el suelo de la cámara de la esclusa. Los cuatro astronautas encontráronse en una plataforma circular: la plataforma de observación superior, que se hallaba a cuatro metros de altura sobre la proa del Telurio.
Al resplandor de las luces azules, la nave espacial desconocida era totalmente blanca. Ostentaba la opaca e inmaculada albura de la nieve de las montañas en contraste con el Telurio, cuya espejeante superficie de metal reflejaba todos los tipos de radiación cósmica. Únicamente el anillo central de la misteriosa nave continuaba proyectando suaves destellos.
La gigantesca mole iba acercándose a ojos vistas. Lejos de otros campos de gravitación los dos vehículos cósmicos se atraían mutuamente, y eso era prueba de que la nave extraña no estaba hecha de antimateria.