— ¡Sí! Antes de haber sido inventado y construido el Telurio, salieron astronaves de cohetes corrientes en dirección a Fomalhaut, a Capella y Arcturo. La expedición de Fomalhaut ha de retornar dentro de dos años. Han pasado ya cincuenta. Pero las de Arcturo y Capella tardarán aún no menos de cuarenta o cincuenta años, pues estas estrellas se encuentran a distancias de doce y catorce parsecs. En cambio, ahora se construyen ya las naves pulsacionales que, en una pulsación, pueden llegar a Arcturo. Y esa distancia no es nada en comparación con la que hemos de cubrir nosotros. Mientras realicemos el vuelo, la gente habrá vencido definitivamente el tiempo, o el espacio, llámelo como quiera. Y entonces las astronaves terrenas irán mucho más lejos que la nuestra, y nosotros regresaremos con un bagaje de conocimientos anticuados e inservibles...
— Nos hemos ido de la Tierra como se van de la vida los muertos — dijo lentamente Mut Ang— , y volveremos retrasados en nuestro desarrollo y con reminiscencias del pasado.
— ¡Eso era lo que estaba pensando yo!
— Usted tiene razón, y al propio tiempo está profundamente equivocado. El acopio de conocimientos y experiencias, la exploración del insondable Universo deben ser constantes. De lo contrario, se atentaría a las leyes del desarrollo, el cual es siempre desigual y contradictorio. ¡Imagínese que los antiguos investigadores de la naturaleza, tan ingenuos a nuestro parecer, esperasen, digamos, la invención de los microscopios cuánticos modernos! O que los labriegos y albañiles del lejano pasado, que regaron profusamente la tierra con el sudor de su frente, se pusiesen a esperar las máquinas automáticas... ¡sin salir ellos de sus húmedas casuchas de barro y alimentándose de las migajas que les daba la naturaleza!
Kari Ram soltó la carcajada. Pero Mut Ang prosiguió sin esbozar siquiera una sonrisa:
— Nosotros también, como todos los miembros de la sociedad, estamos llamados a cumplir con nuestro deber. Por ser los primeros en sondear los fondos aún inexplorados del Cosmos, hemos muerto por setecientos años. Quienes hayan quedado en la Tierra para disfrutar de los bienes de la vida terrena no experimentarán jamás las profundas emociones ni el goce de descubrir los secretos más íntimos del Universo. Y así es todo. Pero la vuelta... En vano se preocupa usted del futuro. Cada siglo de su historia, la humanidad retrocedió en algo, a pesar de su ascenso general conforme a la ley del desarrollo en espiral. Cada siglo tuvo sus particularidades y sus rasgos comunes... Y... ¡quién sabe!... a lo mejor, el granito de conocimientos que llevemos a nuestro planeta sirva para un nuevo salto de la ciencia y el mejoramiento de la vida del género humano. Nosotros mismos volveremos de las profundidades del pretérito, pero traeremos a los nuevos hombres nuestras vidas y nuestros corazones consagrados al futuro. ¿Acaso volveremos como seres extraños? ¿Acaso puede serlo quien ofrezca y preste todas sus energías? El hombre no es una mera suma de conocimientos, sino también una complejísima arquitectura de sentimientos, y en esto nosotros, que hemos experimentado ya todas las dificultades de un largo viaje por el Cosmos, no seremos peores que los hombres del futuro... — Mut Ang hizo una pausa, para concluir luego con un tono distinto, medio burlón— : No sé lo que sentirá usted; pero yo tengo un deseo tan vivo de echar un vistazo al futuro, que por sólo eso estaría dispuesto a...
— ¡A morir temporalmente para la Tierra! — exclamó el piloto.
El capitán del Telurio movió afirmativamente la cabeza.
— ¡Vaya a lavarse y a comer, que dentro de poco se efectuará la siguiente pulsación! ¿Por qué ha vuelto, Tey?
El segundo de a bordo se encogió de hombros.
— Tenía prisa por conocer la vía trazada por los aparatos. Estoy preparado para relevarle a usted.
Y sin más preámbulos, el astrofísico oprimió un botón en el centro del pupitre. Una tapa cóncava pulimentada separóse sin ruido, y una cinta metálica de argentado brillo, torcida en espiral, se alzó del fondo del aparato. La atravesaba un fino eje negro, que señalaba el rumbo de la nave. En la cinta refulgían, como piedras preciosas, unas lucecitas diminutas: estrellas de diversas clases espectrales, ante las cuales pasaba el Telurio. Las agujas de innúmeras esferas iniciaron una danza enloquecida. Eran las máquinas de calcular que nivelaban la recta de la pulsación siguiente de modo que pasase a la mayor distancia posible de los astros, nubes oscuras y nebulosas de gas luminiscente, que pudieran ocultar cuerpos celestes aún desconocidos.
Tey Eron, abismado en su labor, no se dio cuenta de cómo habían pasado algunas horas de silencio. La inmensa astronave continuaba su vuelo por la infinita negrura del espacio. Los compañeros del astrofísico se acomodaron en silencio en el fondo de un diván semicircular, cerca de una triple puerta maciza, que aislaba el puesto de mando de los demás compartimentos de la nave.