— A veces. Quisiera encontrarme con alguna persona como las que existieron en el remoto pasado; que tuviese que ocultar sus anhelos y sentimientos ante el medio ambiente hostil, defenderlos y hacerlos firmes, darles un temple inquebrantable.
— ¡Oh, comprendo! Pero yo no me he referido a las personas, sino que he lamentado solamente que no existen enigmas indescifrables... En las novelas antiguas aparecían siempre ruinas misteriosas, profundidades ignotas, alturas inaccesibles, y antes aún, arboledas, fuentes, trochas y casas encantadas, malditas, dotadas de fuerzas mágicas.
— ¡Sí, Kari! ¡Qué bien hubiera estado encontrar aquí, en la astronave, lugarcitos recoletos, pasos vedados!
— Que condujesen a recintos desconocidos donde se ocultara...
— ¿Qué?
— No sé — confesó el mecánico tras de una pausa y se detuvo.
Pero Taina, que se había dejado entusiasmar, frunció el ceño y le tiró de la manga. Kari siguió a la muchacha. Salieron de la sala de deportes a un pasillo lateral, sumergido en la penumbra. Unas lucecitas tenues se encendían y apagaban rítmicamente en los indicadores de las vibraciones, produciendo la impresión de que las paredes de la nave luchaban contra el sueño que quería apoderarse de ellas. La muchacha dio unos pasos rápidos en silencio y quedó inmóvil. Una sombra de tristeza deslizóse tan furtiva por su semblante, que Kari no hubiera podido asegurar que había notado en ella algún síntoma de desmayo espiritual. Un sentimiento jamás experimentado le embargó dolorosamente. El mecánico asió de nuevo la mano de Taina.
— Vamos a la biblioteca. Dispongo de un par de horas libres hasta el relevo.
Ella se dirigió dócilmente hacia el centro de la nave.
La biblioteca se hallaba situada, como en todas las astronaves, detrás del puesto de mando. Kari y Taina abrieron la puerta hermética del tercer pasillo transversal y se acercaron a la escotilla elíptica de dos hojas que comunicaba con el pasillo central. En cuanto Kari hubo puesto el pie sobre una placa de bronce y las pesadas hojas de la escotilla se hubieron separado en silencio, los jóvenes oyeron un fuerte sonido vibrante. Taina oprimió con alegría los dedos de. Kari.
— ¡Es Mut Ang!
Ambos se deslizaron al interior de la biblioteca. Bajo el opaco cielorraso parecía flotar el vaho de una luz difusa. Dos personas descansaban cómodamente en unos profundos sillones entre las columnas de las filmotecas ocultas a la sombra de unos nichos. Taina divisó al médico Svet Sim y la cuadrada figura de Yas Tin, el ingeniero de los mecanismos pulsacionales, que permanecía con los ojos cerrados, sumido en sus ilusiones. A la izquierda, bajo la lisa y cóncava superficie de las instalaciones acústicas, se hallaba inclinado sobre el estuche plateado de un PVEM el propio capitán del Telurio.
Hacía tiempo que el PVEM, o piano-violín electromagnético, había suplido al piano templado de áspera resonancia, conservando su riqueza polifónica y con toda la diversidad de matices del violín por añadidura. Cuando era preciso, los amplificadores podían comunicar a ese instrumento una fuerza impresionante.
Mut Ang — algo avanzado el torso, la cara levantada hacia los paneles rómbicos del techo— no advirtió la presencia de los recién llegados. Sus dedos rozaban suavemente las teclas. Lo mismo que en el antiguo piano de cola, los dedos del músico imprimían todos los matices del sonido, aunque no lo producían el macillo y la cuerda, sino mediante finísimos impulsos electrónicos de sutileza casi cerebral.
Los temas armónicamente entrelazados de la unidad de la Tierra y el Cosmos empezaron a desdoblarse y alejarse. El contraste de una apacible melancolía y el lejano retumbar de un trueno iba cobrando cada vez mayor relieve e intensidad, interrumpido por notas sonoras que parecían gritos de desesperación. De pronto, cesó el desarrollo rítmico y melódico del tema. El choque fue demoledor: todo desmoronóse en un caos disonante y fue a deslizarse, como a un lago oscuro, en los desgarrados lamentos de una pérdida irreparable.
De súbito, bajo los dedos de Mut Ang nacieron los claros y puros sonidos de una alegría cristalina, fundiéndose con la tenue melancolía del acompañamiento.
Afra Devi, vestida con una bata blanca, se deslizó silenciosa al interior de la biblioteca. Svet Sim, el médico de la nave, hizo unas señas al capitán. Mut Ang apartó las manos del teclado, se levantó, y el silencio deshizo al instante el poder de los sonidos, como la rápida noche tropical hace desvanecerse al lucero vespertino.
El médico y el capitán salieron del recinto, acompañados por las inquietas miradas de los oyentes. Cuando estaba de guardia, le había ocurrido al segundo piloto una desgracia muy rara: un ataque de apendicitis purulenta. Seguramente no había cumplido con la exactitud debida todo el programa de preparación médica para el viaje por el Cosmos. Y ahora Svet Sim pedía autorización al capitán para realizar una intervención urgente.