Mut Ang expresó sus dudas. La medicina moderna, que dominaba ya los métodos de regulación nerviosa impulsiva del organismo humano, lo mismo que en los aparatos electrónicos, podía acabar con muchas enfermedades.
Pero el médico de la astronave se mantuvo inflexible. Al enfermo le quedaría un foco latente, que debido a las enormes sobrecargas fisiológicas experimentadas por los astronautas, podía agravarse de nuevo.
El astronauta se tendió sobre un ancho lecho envuelto por la maraña de los cables de los transductores de impulsos. Treinta y seis aparatos observaban el estado del organismo. En la habitación sumergida en la oscuridad, empezó a encender y apagar rítmicamente sus luces y a resonar quedo el aparato de sueño hipnótico. Svet Sim paseó la mirada por todos los artefactos e hizo con la cabeza una señal a Afra Devi, su ayudante. Cada tripulante del Telurio era a la vez científico y maestro en algún dominio de los mecanismos de la nave, así como en cuestión de servicios y alimentación.
Afra acercó hacia sí un cubo transparente. En el ilíquido azulado asomaba un aparato metálico con articulaciones, parecido a una escolopendra gigantesca. Afra extrajo del líquido aquel aparato y, de otro recipiente, un casquillo cónico con finos cables, o mangos, adheridos a él. Bastó un ligero chasquido del cierre para que la escolopendra metálica empezase a moverse con un zumbido apenas perceptible.
Svet Sim volvió a hacer una señal con la cabeza, y el aparato desapareció por la boca abierta del astronauta, que continuaba respirando con toda calma. Iluminóse una pantalla semitransparente, colocada en diagonal sobre el vientre del enfermo. Mut Ang se acercó más aún. Por los órganos internos, cuyos grises contornos adquirieron plena concisión al verdoso resplandor de la pantalla, avanzaba lentamente el aparato articulado. La luz se avivó ligeramente en el momento en que dicho aparato dio un impulso al esfínter gástrico, músculo que cierra el estómago, penetró en el duodeno y empezó a zigzaguear por las múltiples sinuosidades del intestino delgado. Poco después, la punta roma de la escolopendra se clavaba en la base del apéndice.
Allí, en el lugar de la supuración, los dolores arreciaron, y, bajo la presión del aparato, los movimientos de los intestinos se intensificaron tanto, que hubo que recurrir a los calmantes. Minutos después la máquina analítica había esclarecido la causa de la enfermedad — obstrucción casual del apéndice— ; tras de establecer el carácter de la supuración, recomendaba la mezcla necesaria de antibióticos y desinfectantes. El aparato articulado dejó salir unas antenas largas y flexibles, que penetraron profundamente en el apéndice. Después de absorber el pus, extrajeron los granitos de arena que habían penetrado en él. A continuación, se procedió a un enérgico lavado con soluciones biológicas que restablecieron rápidamente el estado normal de la mucosa del apéndice y del ciego.
El enfermo dormía plácidamente mientras en su interior continuaba funcionando ese aparato maravilloso, dirigido por mecanismos automáticos. La operación estaba terminada. El médico no tenía ya más que extraer el aparato.
El capitán del Telurio tranquilizóse. Aunque era inmenso el poderío de la medicina, no faltaban casos en que ciertas particularidades imprevistas del organismo (era imposible determinarlas de antemano entre miles de millones de individuos) provocaban complicaciones inesperadas, que si bien no eran de temer en los enormes establecimientos curativos del planeta, ofrecían peligro en las pequeñas expediciones.
No había ocurrido nada. Mut Ang volvió a sentarse ante el piano-violín en la biblioteca vacía. Como no tenía ya ningún deseo de tocar, dejó caer las manos sobre el teclado y se abismó en sus pensamientos. No era la primera vez que reflexionaba en la felicidad y el porvenir.
Era aquél ya su cuarto viaje al Cosmos... Nunca había pensado que realizaría un salto tan gigantesco en el espacio y el tiempo. ¡Setecientos años! ¡Con lo impetuosa que avanzaba la vida, los muchos adelantos y descubrimientos que se hacían a diario, y los horizontes del saber alcanzados ya en la Tierra! Aunque era cosa difícil hacer comparaciones, setecientos años hubieran significado poca cosa en las épocas de las antiguas civilizaciones, cuando el desarrollo de la sociedad, sin los estímulos del conocimiento y de las necesidades, limitábase a difundirse y poblar extensiones aún deshabitadas del planeta. En aquellos días remotos, el tiempo arrastrábase a paso de tortuga y el progreso humano era tan pausado como ahora el movimiento de los glaciares en las islas del Ártico y Antártico. Siglos enteros habíanse precipitado en el abismo de la inactividad. ¿Qué significaba una vida humana? ¿Qué significaban cien o mil años?