Al día siguiente, viernes, su último viernes, Carlitos salió nuevamente en un taxi. Se recorrió íntegra la ciudad de Lima, desde los lugares que había frecuentado hasta aquellos en los que jamás había puesto un pie. Llevaba un plano de Lima, incluso, para pedirle al chofer que lo llevara de un lado a otro, aunque siguiendo determinados itinerarios. Pero la ciudad conocida y la desconocida le resultaban igualmente extrañas. Jamás había vivido en la avenida Javier Prado, jamás había estudiado en el colegio Markham, jamás había ingresado a la Escuela de San Fernando. ¿Un mecanismo de defensa totalmente inesperado, totalmente independiente de su voluntad? Para qué, si se sentía profundamente tranquilo y dueño de cada uno de sus actos. Aunque sí tenía que reconocer que algo muy extraño le estaba ocurriendo con los planos de las ciudades, por lo menos. El plano de la ciudad de París, que nunca antes había consultado y mirado atentamente, le resultaba cercano y familiar, mientras que el de Lima empezaba a resultarle tan ajeno como las calles y avenidas que en ese mismo instante recorría en ese taxi azul, aburrido ya, y con ganas de regresar al huerto tranquilamente. Se lo dijo al chofer, pero indicándole que emprendiera el camino de regreso pasando primero por la plaza Dos de Mayo, la avenida Alfonso Ugarte, la plaza Bolognesi, la Colmena, Wilson, el Campo de Marte, y enrumbando luego hacia San Isidro, para atravesar después los distritos de Miraflores, Barranco, y Chorrillos, cuando divisó a Melanie, a caballo, en la avenida Salaverry. Ella no lo vio, a pesar de que Carlitos le pidió al taxista que disminuyera mucho la velocidad para observarla detenidamente. Iba sola, como siempre, pero nada desgarbada, esta vez, y más bien todo lo contrario. Gorra negra, entallado saco negro de jinete -los mellizos dirían
– ¿Y tú de dónde vienes? -le preguntó, sonriente, Natalia, que en ese momento acompañaba hasta la puerta de la casa a dos generales de la policía, y lo vio llegar.
– De haberlo visto todo -le respondió Carlitos.
– ¿Y qué tal, mi amor?
– Pues ya sólo me falta hacer mis maletas, creo.
– Tienes tiempo para eso hasta el lunes, Carlitos. O sea que cuéntame un poco qué has visto. Y perdona que te tenga tan olvidado, pero si supieras todo lo que me queda por hacer, en sólo tres días.
– He visto una ciudad abandonada y a Melanie Vélez Sarsfield a caballo, yo diría que también abandonada.
– Conque tu verdadera profe de francés, ¿eh? Felizmente que la pobrecita es tan feucona.
Pero a Carlitos, que últimamente andaba con su mejor expresión de quinceañero, estas palabras parece que le sentaron como un tiro, porque su rostro adquirió de golpe ese aire de cuarenta y cinco años que a Natalia le gustaba tanto, pero que al mismo tiempo era señal de disgusto y tristeza. Ella comprendió que realmente había metido la pata, al referirse de esa manera a la pobre Melanie, y le rogó que la perdonara.
– Estoy muy cansada con tanto trajín, mi amor, y a veces ya no sé ni lo que digo. ¿Y, además, no es lógico que una señora de mi edad le tenga celos a una chiquilla que te quiere tanto?
– No. No es lógico, Natalia -le dijo Carlitos, abrazándola y besándola hasta recuperar la expresión de quinceañero de los últimos días, y agregando-: Es lo más irracional que te he oído decir en mi vida, y punto final.
– Gracias, caballero. Un millón de gracias, y perdone si tengo que dejarlo solo un momento más, pero aún me queda tanto que hacer…