Читаем El Huerto De Mi Amada полностью

– Por mi parte -sentenció el ilustre senador Fortunato Quiroga, luego de un breve silencio-, puedo asegurarles que aún no he dicho mi última palabra. Me queda mucho por decir y por hacer. Sí, señores, como que me llamo Fortunato Quiroga de los Heros. Bajo juramento.

Los cuatro continuaban tambaleándose bastante, al abandonar la casa, y hasta les costó trabajo recordar dónde habían dejado sus automóviles. Estaban a punto de despedirse, parados en la vereda de la avenida Javier Prado, bastante mareados aún por tanta copa y esfuerzo, y siempre furibundos, aunque fingiendo serenidad. Se miraban el uno al otro y continuaban sorprendiéndose al verse el nudo de la corbata colgando a medio pecho, la camisa desgarrada, el pelo tan despeinado, y manchas de sangre por aquí y por allá. Pero nada más podían hacer ya, esta noche, y nos les quedó más remedio que despedirse, apenas con un gesto de la cabeza, e irse cada uno en dirección a su automóvil. Era una temeridad que manejaran en ese estado.

En el dormitorio de la señora Isabel, su suegra, que ya había vuelto en sí y dormía, ahora, la madre de Carlitos pensaba en todo lo ocurrido, en su amiga Natalia, en los amigos que se volvieron locos, en su hijo, en sus diecisiete años, apenas, tan lejos todavía de esos veintiuno que eran la mayoría de edad, según las leyes del país, en fin… Y pensaba también que nada se iba arreglar con los ramos de flores, las llamadas y las mil disculpas que iba a recibir, con las tarjetas llenas de explicaciones y nuevas disculpas. Todo resultaría inútil. Ella conocía muy bien a Natalia, sus heridas sus frustraciones, su sensibilidad a flor de piel y su fragilidad, a pesar de ese aspecto imponente, y sabía también de su aburrimiento, de sus ansias de vivir, y de su tremenda y reprimida sensualidad. Y ni qué decir de su hijo. La señora Antonella conocía a Carlitos a fondo, su total ingenuidad, su eterno despiste y su absoluta carencia de malicia, pero también su apasionamiento y su obstinación, tan grandes como su deslumbrante inteligencia y su fuerza de voluntad a prueba de balas. Cuando Carlitos se empecinaba en alcanzar una meta… Algo muy serio estaba ocurriendo entre ambos, así, de golpe, tan repentina como inesperadamente, sí, quién lo habría dicho, quién lo habría imaginado siquiera… Pero bueno, tenía que ocuparse de su esposo, ahora. Los dos necesitaban un gran descanso y la cama matrimonial había sobrevivido a la batalla campal, felizmente. Ahí la esperaba Roberto, bastante magullado y adolorido, pero con la seguridad de que no tenía nada roto. Se abrazaron, se besaron, y los dos dieron las gracias al cielo porque ni Cristi ni Marisol habían estado en casa para presenciar el horror ocasionado por el efecto Siboney sobre su hermano Carlos. Mientras tanto, Carlitos dormía profundamente en una habitación de la clínica Angloamericana. Le habían desinfectado y parchado todas las heridas, le habían puesto tres puntos en la ceja derecha, y le habían tomado toda clase de radiografías, ya que a la pregunta: ¿A ver, cuénteme qué le duele, jovencito?, respondió: La verdad, doctor, tengo todo tipo de dolores por todas partes. Soy un dolor que camina, para serle sincero. Y Natalia, que dormía ahora también en la cama del acompañante, soltó sus primeros lagrimones de amor en casi dos décadas, y como que regresó del todo a la belleza de su adolescencia, a su reinado de carnaval y al único hombre que amó en su vida, muerto trágicamente a los veintidós años, cuando regresaba en automóvil de su hacienda norteña.

– Radiografíelo íntegro, doctor -le dijo al joven médico de guardia-. Y dele todos los calmantes que pueda. Que no sufra, por favor, doctor, y que duerma, que descanse, que por fin termine para él este día atroz.

Lo de Natalia había sido un ruego, con voz temblorosa, implorante, muerta de pena, y hasta con nuevos lagrimones, pero a ella los ruegos y súplicas le quedaban tan bien, tan hermosos y sensuales, tan ricotones, caray, que, milagro, más que implorar parecía estarse desnudando ante la vista y paciencia de un desconocido. Y así, nadie en este mundo podía decirle que no, y mucho menos un joven médico que cumplía su guardia nocturna sin grandes novedades ni accidentes, y que andaba bastante aburrido cuando le trajeron a un muchacho llenecito de golpes y a la señora esta que pide las cosas tan escandalosamente. O sea que a Carlitos lo radiografiaron hasta decir basta y lo calmaron y sedaron hasta el mediodía siguiente, porque los ruegos y súplicas de la monumental Natalia de Larrea no eran órdenes sino striptease, más bien.

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