El matrimonio italiano actuó con la discreción y eficacia de siempre, y Carlitos se durmió profundamente no bien lo instalaron en la cama más sensacional que había visto en su vida. Y por supuesto que soñó, y que en su sueño tuvo muchísimo que ver todo lo ocurrido la noche anterior, aunque en una versión realmente placentera, bastante rosa, y completamente desprovista de incidentes desagradables. En realidad, él era al mismo tiempo espectador y actor de una película llena de buenos sentimientos y dirigida nada menos que por Dios, con lo
La felicidad reinaba en aquel gran baile en el que los caballeros llevaban todos esmoquin y las señoras traje largo. La única excepción era la pareja homenajeada, ya que él llevaba la misma camisa azul y el mismo pantalón caqui que en la realidad y Natalia el mismo traje color salmón y muy alegremente florido cuya finísima tela no sólo resaltaba cada maravilloso instante de su cuerpo sino que, además, lo exaltaba hasta dejarlo convertido en visión divina.
– Gracias, querido Dios -le dijo Carlitos al Todopoderoso Director de tal maravilla, y, con esa fabulosa capacidad de ir adelante y atrás que tienen los sueños, añadió-: No he recogido mi rosario, que se me cayó al suelo delante de ti y de tu Madre, la Virgen, como bien sabrás por bajar en busca de un amor que me llamaba a gritos; y ahora adoro a Natalia, que es de carne y hueso y además tiene unos huesos que también parecen de carne; y, a más tardar, mañana, estaré durmiendo, también de carne y hueso, a su lado y en su huerto de Surco. Pero bueno cómo explicarte, cómo decirte que ella es divorciada y yo todo sexo; sí, yo, Dios, que fui todo oración… ¿Es pecado lo mío? ¿Me castigarás? ¿Arderé en el infierno, Dios mío y Señor Todopoderoso? ¿Me expulsarás del paraíso? Por favor, no, Señor mío. No le pongas FIN a esta película tan maravillosa que, se ve a la legua, sólo tú podías dirigir.
– No temas, Carlos Alegre. Dios no castiga nunca a los amantes. Y mucho menos en tu caso, aunque la verdad es que esa diferencia de dieciséis años que hay entre Natalia y tú no Me parece nada conveniente. Pero, bueno, Natalia ha sufrido tanto y tú Me has sido siempre tan fiel, que, al menos por un tiempo, voy a hacerMe el de la vista gorda. Y mira tú hasta qué punto. La película se va a acabar, pero sólo para que despiertes en otra de carne y hueso. Porque Natalia ha aprovechado que tú dormías para pegarse un duchazo, ponerse una bata de seda realmente divina, para usar un adjetivo bastante terrenal, y en este instante la tienes saliendo del baño y, con el pelo aún mojado, está…
– No reconozco del todo -dijo Carlitos, abriendo inmensos los ojos, y mirando a Natalia con la bata que Dios le había puesto…
– Carlitos… ¿Te sientes bien?
– Perfecto y feliz -le dijo él, reaccionando e incorporándose con alguna dificultad, para apoyarse en el respaldar de aquella hermosa cama-. Tengo autorización divina para todo.
– ¿Cómo?
– Un sueño de esos que te hace pensar muchísimo y entenderlo todo, en un instante. Ven, ven, acércate. Y quítate esa bata.
– ¿No te parece un poco rápido?
– Necesito ver, Natalia… Cómo decirte… Dios me ha mandado ver y tocar.
– ¿Qué?
– He soñado. Y he comprendido miles de cosas. Pero tú tienes que estar completamente desnuda para que yo te lo pueda explicar.
Natalia se quitó la bata lentamente, hasta quedar por completo desnuda. Un cuerpazo. Un pelo melena castaño oscuro ondulado y ahora húmedo, además, y hasta rizado, una piel sumamente blanca, y qué hombros, qué senos, qué piernazas perfectamente torneadas, qué caderamen, qué tafanario divino, para emplear una palabra que Dios acababa de usar, y los ojos inmensos, incitantes y tiernos, a la vez, los labios carnosos y húmedos, puro deseo, como también la mirada… Demasiada hembra, siempre, y Carlitos ahí, como teniendo que opinar, o al menos que piropear, desde su gravedad y su aparente enclenquitud.
– Me pasa lo mismo que con tu huerto y tu casa, mi amor. No sé si lograré acostumbrarme jamás -dijo Carlitos, turulato y erecto, mientras Natalia se tumbaba a su lado en cámara lenta, con toda la suavidad y ternura, pero también con toda la sensualidad y la carne de quien ha esperado demasiado y sin embargo sabe que nada odiaría tanto como causar dolor, cualquier tipo de dolor. Y es que sabía perfectamente que para ese muchacho beato de diecisiete años, esto era inmenso y podía ser terrible.