– Excelente idea. Porque en mi casa siempre contesta el teléfono un mayordomo, Natalia. Tú envía a Luigi o a Cristóbal, y yo encargo que le entreguen una muda de ropa limpia. Y, de paso, les doy las gracias a Víctor y a Miguel por haberme ayudado a enfrentarme con esos cuatro malhechores. Y les cuento que estoy vivito y coleando, comiendo pasta y brindando contigo. Y por primera vez en mi vida.
– Y mañana, cuando vayas a estudiar, yo te compro más ropa. ¿De acuerdo?
– Bueno, pero le pasas la cuenta a mi papá.
– ¡Cómo! ¿Qué has dicho, Carlitos…?
– Caray, qué bruto. Perdóname. Ya ves, se me escapan las cosas más elementales. Perdóname, por favor. Nunca rnás…
– Salud, mi tan querido Carlitos Alegre di Lucca.
– Salud, Natalia de Larrea y… ¿Y qué? Me parece que todavía no me has dicho tu apellido materno.
– Y Olavegoya.
– Caray, parece que uno estuviera hablando con la historia de este país.
– Olvidemos esa historia y concentrémonos en la nuestra, Carlitos. ¿Tú qué piensas hacer?
– Facilísimo. Quererte toda la vida y ser un gran dermatólogo, como mi padre y mis abuelos… Y bueno, claro, seguir siendo un buen cristiano.
– ¿Tan fácil lo ves?
– Pues sí. Y además tenemos permiso de Dios, no lo olvides.
– Eres tú el que olvida que aquello fue un sueño. Un lindo sueño, Carlitos, pero nada más.
– No entiendes ni jota, Natalia.
– No, la verdad es que no.
– Pues te lo pondré de otra manera. Cuando se trata de un gran amor, Dios es absolutamente comprensivo.
– Perdona mi falta de respeto, pero creo que éste es el momento de recordar un dicho muy aplicable a nuestra limeña realidad y a nuestro entorno: «Y vinieron los sarracenos, y los molieron a palos. Porque Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos.»
– No sabía que eras tan pesimista, Natalia.
– ¿Pesimista, yo? No me digas que has olvidado el escándalo que se armó el viernes? ¿Olvidaste ya que casi te matan?
– Eran cuatro contra uno, y aun así…
– Pues ahora será todo Lima contra nosotros dos. Un muchacho de diecisiete años y una divorciada de treinta y tres… ¿También te parece que aun así?
– Claro que sí. ¿O no me quieres?
– Te quiero mucho más de lo que tú crees. Te amo, Carlitos.
– ¿Y tienes miedo, aun así?
– Ven aquí, loquito maravilloso. Bebe de mi copa y besame.
– Pero antes júrame que ésta es la última vez que dudas de que hoy es domingo.
– Le haces honor a tu apellido paterno, Carlos Alegre. Pero bebe de mi copa y bésame.
– Allá
Casi no durmieron, la noche de aquel primer domingo de su amor, y para Carlitos fue realmente horroroso arrancarse de los brazos de aquella mujer hermosa y anhelante que, desde el amanecer, le fue haciendo notar que más real no podía haber sido cada instante de lo vivido, y que por ello precisamente ahora navegaban hacia una nueva orilla llamada lunes, complicada, temible, abrupta.
– Pesimista -le decía él.
– Créeme que algo entiendo de todo eso, mi amor.
– Y tú cree en lo que dice mi abuela Isabel, que así se vive mucho mejor.
– Esta ciudad, Carlitos.
– Se diría que naciste en la calle de la Amargura, donde viven los hermanos Céspedes, je…
– ¿Sabes que he decidido hablar con tu mamá? ¿Y con tu padre, también, si es necesario?
– Me parece muy bien, Natalia. Mira que yo también había pensado contarles todita la verdad a los mellizos. Me verán con esta cara, y por supuesto que querrán saber qué me pasó.
– Amanece lunes, Carlitos. Durmamos un poquito, siquiera, para que no llegues tan cansado donde tus amigos, anoche le dije a Cristóbal que llamara al chofer para que te lleve en el otro automóvil. Te puede llevar todos los días, si quieres.
– ¿Viviré aquí, mi amor?
– Ya lo creo, siempre que tú lo desees.
– ¿Y tú?
– ¿Adónde, si no? Ésta es nuestra fortaleza. La tuya y la mía. Y para siempre, si tú lo deseas.
– Sí, este huerto maravilloso y esta casona cinematográfica serán nuestra fortaleza. Nuestra perfecta fortaleza árabe: muralla de piedra por fuera y jardín por dentro.
– Te amo, te admiro, y me gustas tanto…
– Yo creo que está amaneciendo domingo otra vez, Natalia de mi corazón…
– A ver, prueba guiñar el ojo izquierdo, Carlitos…
– No creo que salga bien, por ahora. Las cortinas están cerradas y aún no logro ver claramente… Por más que guiño y guiño…
– ¿No? ¿No ves nada?
– Absolutamente nada. Pero, en cambio, a ti basta con tocarte un poquito por aquí, otro por allá, otro más por acullá, para que veas qué bien hablo, y eres puritito domingo, cuerpona…
– Lo tuyo sí que se llama pasos agigantados, miiiiii…