Que fue cuando el
Nunca se supo qué fue primero, si el puñetazo loco o el patadón ciego de Carlitos Alegre, pero lo cierto es que el cardiólogo Dante Salieri como que se elevó, primero, rebotó, después, y finalmente salió disparado en marcha atrás y fue a dar contra un pequeño grupo de señores, ya bastante celosos e irritados, que, entonces sí, perdieron toda capacidad de disimulo y buena educación. Ahí el que menos llevaba un buen rato bebiendo y ello empeoró mucho las cosas, claro, pero lo que realmente las desbordó fue el derrumbe de caballeros que provocó el choque frontal contra el disparado doctor Salieri, que se les vino encima cual feroz bola de bowling y hasta los desparramó por la terraza, mientras íntegras las señoras y también muchos caballeros procedían a una rapidísima y muy prudente retirada, entre espantados y espantosos gemidos y grititos, más uno que otro carajo, mocoso de mierda, todo en menos de lo que canta un gallo y a pesar de los esfuerzos del doctor Alegre por impedir que las cosas fueran a más.
– ¡Señores, por favor!
– ¡Roberto, vos quitáte del medio o matamos a tu hijo!
Increíble lo rápido que se descompuso el asunto, ya que los desparramados señores que terminaron uniéndose al recién incorporado y enloquecido doctor Salieri, por celosos y airados que anduvieran, tremendo mocoso el Carlitos y se nos quiere encamar con Natalia, nada menos que con Natalia de Larrea, tremendo lomazo, en un principio lo único que habían querido era apaciguar al cardiólogo y mandar a acostarse al loquito del diablo este. Pero cuando se incorporaron, las cosas ya habían cambiado por completo y como Carlitos Alegre no parecía notar diferencia alguna entre los señores de antes y después del choque peruano-argentino, Natalia de Larrea agarró a su amor de un brazo, le gritó ¡Te matan, Carlitos!, ¡larguémonos!, y por fin logró que abriera los ojos y se diera cuenta del tremendo lío en que andaban metidos. Salieron disparados y, entre el alboroto y la sorpresa, nadie logró darse cuenta de la dirección que habían tomado. ¿Huyeron de la casa? ¿Pero por dónde, si por la puerta principal se estaba yendo la mayor parte de los invitados? ¿Por la de servicio? No habían tenido tiempo. ¿Por una ventana? Imposible con esas rejas. ¿No estarán en los altos? ¡Maldita sea! ¡En los altos no pueden estar! ¿Y por qué no? ¡A lo mejor hasta se encamaron ya!
– Señores, por favor -intervino, una vez más, el doctor Alegre.
También él estaba muerto de rabia, por supuesto, pero era el anfitrión y le correspondía apaciguar a esa tanda de locos.
– Señores, soy el dueño de casa y, de verdad, les ruego…
– Vos dejáte de macanas, Roberto. Y quitáte de la escalera o pasamos sobre tu cadáver. Como que me llamo Dante Salieri, amigo…
El descontrolado cardiólogo hablaba en calidad de jefe de un destacamento loco, integrado además por los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez, y nada menos que por don Fortunato Quiroga, solterón de oro, senador ilustre, y primer contribuyente de la república. Pasaron, pues, sobre el cadáver de su gran amigo Roberto Alegre, que quedó bastante yacente, ahí en la escalera, y con la boca muy abierta, tanto como esos ojos que simple y llanamente no podían creer…