—Pero no voy a mentiros... puede que sea necesario luchar. Quiero que recojáis vuestras cosas, especialmente vuestras prendas de mayor abrigo, y que vengáis con nosotros. Los mayores ocupaos de los pequeños, tal como hacéis cuando salís al patio a hacer ejercicio.
Sturm estaba convencido de que habría desorden y lloriqueo, y de que los niños empezarían a hacer preguntas, pero para su sorpresa, hicieron rápidamente lo que se les había mandado, abrigándose y ayudando a vestirse a los más pequeños, con calma y en silencio, aunque un poco pálidos. Aquéllos eran hijos de la guerra, recordó Sturm.
—Quiero que crucéis rápidamente el cubil del dragón y la sala de juegos. Cuando lleguéis allí, este hombre corpulento... —Sturm señaló a Caramon—, os llevará al patio. Allá os esperan vuestras madres. Al salir, que cada uno busque, inmediatamente, a su madre y que se reúna con ella. ¿Lo habéis entendido todos? —Miró dudoso a los chiquillos más jóvenes, pero la niña que había hablado antes asintió.
—Hemos entendido, señor —dijo.
—De acuerdo —Sturm se volvió.
—Caramon, ¿estás preparado?
El guerrero, enrojeciendo de vergüenza al sentirse observado por cien pares de ojos, los guió hacia el cubil del dragón. Goldmoon alzó en brazos a uno de los pequeños y Maritta a otro. Los mayores llevaban a los de menor edad sobre sus espaldas. Desfilaron por la puerta ordenadamente, sin decir una sola palabra, hasta que vieron a Tanis con su resplandeciente espada en alto, acorralando contra la pared al aterrorizado dragón.
—¡Eh, tú! ¡No le hagas daño a nuestro dragón! —chilló uno de los pequeños. Abandonando su lugar en la fila, el chiquillo corrió hacia Tanis con el puño levantado y una mueca de furia en el rostro.
—¡Dougl! —le chilló la mayor de las niñas, sorprendida.
—¡Vuelve a tu lugar inmediatamente! —Para entonces, algunos de los niños habían empezado a llorar.
Tanis, aún con la espada levantada —pues sabía que ésa era la única manera de mantener a raya al dragón—, gritó:
—¡Sacadlos de aquí!
—¡Niños, por favor! —la voz serena y autoritaria de Goldmoon, puso orden en aquel caos.
—Tanis no le hará daño si no es necesario. Es un hombre bueno. Ahora debemos irnos, vuestras madres os esperan.
Había una pincelada de temor en la voz de Goldmoon, un matiz de peligro que captaron incluso los más pequeños. Rápidamente volvieron a formar filas.
—Adiós, Flamestrike —le gritaron varios con tristeza, despidiéndola con la mano mientras seguían a Caramon. Una vez más, Dougl miró a Tanis con expresión amenazadora, y después volvió a la fila, restregándose los ojos con sus sucios puños.
—¡No! —chilló Matafleur con voz entrecortada. —¡No! ¡No les hagáis daño a mis niños! ¡Por favor! ¡Es a mí a quién buscáis! ¡Luchad contra mí! ¡No hiráis a mis niños!
Tanis comprendió que el dragón estaba reviviendo el pasado, recordando el terrible día en el que había perdido a sus hijos.
Sturm se mantuvo cerca de Tanis.
—Se lanzará contra ti en cuanto los niños estén fuera de peligro...
—Sí, lo sé. —Los ojos del dragón, incluso el ojo enfermo, relampagueaban rojizos. Mientras el monstruo rascaba el suelo con sus afiladas garras, por su inmensa boca goteaba saliva.
—¡A mis niños no! —chillaba furiosa.
—Me quedaré contigo... —comenzó a decirle Sturm a Tanis, desenvainando la espada.
—Déjanos, caballero —susurró Raistlin surgiendo de la penumbra.
—Tus armas no nos servirán de nada. Yo me quedaré con Tanis.
El semielfo observó al mago sorprendido. Los extraños y dorados ojos de Raistlin se encontraron con los suyos. Raistlin imaginaba lo que Tanis estaría pensando: «¿Puedo confiar en él?» Pero el hechicero no calmó sus dudas, casi instigándolo a rechazarlo.
—Vete —le ordenó Tanis a Sturm.
—¿Qué...? —gritó el caballero. —¿Estás loco? Confías en este...
—¡Vete ya! En ese momento oyeron a Flint gritando.
—Ven, Sturm, ¡te necesitan aquí!
Al principio el caballero no se movió, dudando, pero no podía dejar de obedecer una orden de la persona que él consideraba su jefe. Lanzándole una siniestra mirada a Raistlin, se volvió sobre sus talones y entró en el túnel.
—Mi magia poco puede contra un dragón rojo —susurró apesadumbrado Raistlin.
—¿Podrías usarla para ganar tiempo?
Raistlin esbozó la sonrisa de quien sabe que la muerte está tan cerca que es inútil temerla.
—Sí, podría. Sitúate cerca de la entrada del túnel, cuando oigas que empiezo a hablar, echa a correr.
Tanis comenzó a retroceder, todavía con la espada en alto. Pero ahora el dragón ya no temía a la espada mágica. Sólo sabía que se habían llevado a sus hijos y que debía matar a los culpables. Cuando el guerrero que llevaba la espada comenzaba a correr hacia el túnel, se abalanzó sobre él. Súbitamente, Matafleur se vio envuelta en una oscuridad tan intensa que, por un momento, pensó que había perdido la vista de su ojo sano. Oyó susurrar unas palabras mágicas y comprendió que el humano, vestido con túnica, acababa de formular un encantamiento.
—¡Los quemaré! —aulló, percibiendo en el túnel el olor a acero.