Pero ahora los cuatro hombres se le acercaban en silencio. Entre ellos no había necesidad de hablar, como tampoco la había entre Verminaard y sus enemigos. Aunque cargado de odio, el respeto entre ambos bandos era visible. No sería un combate apasionado, sería a sangre fría, y la muerte, principal vencedora.
Cuando los cuatro hombres se acercaron a Verminaard, se separaron para rodearle, evitando así que él pudiese cubrir su espalda. Agachándose, Verminaard blandió a Nightbringer describiendo un arco en el aire y manteniéndolos alejados mientras planeaba su estrategia. Tenía que nivelar las fuerzas lo antes posible. Agazapándose un instante, saltó hacia adelante, valiéndose de toda la potencia de sus fuertes piernas. Aquel movimiento repentino tomó a sus oponentes por sorpresa. El salto le había colocado frente a Raistlin, por lo que alargó la mano y tocó al hechicero en el hombro, susurrando una breve oración a su Oscura Reina.
Raistlin lanzó un alarido. Con el cuerpo atravesado por armas invisibles, cayó al suelo, gimiendo en agonía. Caramon bramó y se lanzó hacia Verminaard, pero éste estaba preparado. Balanceando su maza Nightbringer, le asestó un golpe al guerrero mientras susurraba:
—¡Media noche...!
El guerrero quedó cegado por la maza encantada, y su bramido se convirtió en un grito desgarrador.
—¡Me he quedado ciego! ¡Tanis, ayúdame! —gritaba tambaleándose. Verminaard, riendo siniestramente, le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caramon se desplomó.
El Señor del Dragón vio por el rabillo del ojo que el semielfo se abalanzaba sobre él alzando una antigua espada de doble puño de diseño elfo. Verminaard se giró, deteniendo la espada de Tanis con el grueso mango de roble de Nightbringer. Durante unos instantes, ambos combatientes trabaron sus armas, pero Verminaard era más fuerte, y consiguió derribar a Tanis.
Quedaba Sturm. El caballero solámnico alzó su espada como saludo, una costosa equivocación, ya que Verminaard aprovechó el momento para sacar de un bolsillo oculto una pequeña aguja de hierro. Alzándola en el aire, invocó una vez más a la Reina de la Oscuridad, instándola a que lo defendiese. Cuando Sturm se abalanzaba sobre él, sintió que su cuerpo se hacía más pesado, tan pesado que un segundo después no pudo ni moverse.
Tanis, tendido en el suelo, sentía como si una mano invisible lo sujetara. No podía moverse, ni volver la cabeza, su lengua se había trabado y le era imposible hablar. Todavía escuchaba los desgarradores gritos de dolor de Raistlin. Oía a Verminaard riendo y elevando un himno de adoración a la reina oscura. De pronto, observó desesperado como el Señor del Dragón caminaba hacia el caballero con la maza en alto, dispuesto a acabar con él.
Pero en ese preciso instante, una mano agarró a Verminaard de la muñeca. El Señor del Dragón la contempló anonadado; era una mano de mujer. Sintió un poder tan fuerte como el suyo, una virtud que rivalizaba con su vileza. La concentración de Verminaard flaqueó ante el contacto la mujer, aunque siguió implorando, balbuceante, a su reina oscura.
Y fue entonces cuando la propia reina oscura alzó su mirada hacia la aparición de una radiante diosa vestida de resplandeciente armadura blanca. La Reina de la Oscuridad no estaba preparada para luchar contra esa diosa, nunca había creído en su regreso. Tenía que huir, necesitaba replantearse sus posibilidades y reestructurar sus planes. Por primera vez contemplaba la posibilidad de la derrota. La reina oscura se retiró, abandonando a Verminaard a su propio destino.
Sturm notó que se liberaba del encantamiento, que de nuevo era él quien gobernaba su cuerpo. Vio que Verminaard se abalanzaba furioso contra Goldmoon, golpeándola salvajemente. Cuando el caballero se disponía atacarlo, observó que también Tanis se ponía en pie, con su espada elfa en alto, centelleante.
Ambos corrieron hacia Goldmoon, pero de pronto llegó Riverwind quien, apartando a la mujer a un lado, recibió en su brazo derecho el golpe de maza destinado a destrozarle la cabeza a Goldmoon. Oyó a Verminaard gritar « media noche!» y su vista se nubló con la misma oscuridad mágica que había atacado a Caramon.
Pero el guerrero de Que-shu ya lo esperaba y no se atemorizó, aún podía oír a su enemigo. Casi sin sentir el dolor de la herida, Riverwind tomó la espada con la mano izquierda y lanzó una estocada en dirección a la pesada respiración de su enemigo. La espada rebotó en la gruesa armadura del Señor del Dragón, y cayó de las manos de Riverwind, quien, en un desesperado intento, agarró su daga, a pesar de saber que era inútil, que no tenía oportunidad de salvarse.