Читаем El retorno de los dragones полностью

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó Tika al forastero mientras intercambiaba con Otik una inquieta mirada. ¿Sería un espía de los Buscadores?

—¿Eh? —El hombre parpadeó—. ¿Está abierto?

—Bueno... —titubeó Tika.

—Por supuesto —dijo Otik con su amplia sonrisa—. Entre, barbagris. Tika, acércale una silla a nuestro huésped. Debe sentirse cansado después de tan larga escalada.

—¿Escalada? —Rascándose la cabeza, el anciano observó el portal y luego miró abajo, hacia el suelo—. ¡Ah, sí, escalada! Un montón de escaleras... —Caminó cojeando hacia el interior y le dio a Tika un golpecillo juguetón con el bastón—. Sigue con tu trabajo, chica, ya me ocuparé yo de encontrar una silla.

Tika se encogió de hombros, tomó la escoba y comenzó a barrer sin perder de vista al recién llegado.

Este, de pie en el centro de la posada, observaba a su alrededor como si se hallase estudiando la situación exacta de cada mesa y cada silla de la habitación. La sala, amplia y con forma de habichuela, se enrollaba alrededor del tronco del vallenwood. Las ramas más pequeñas del árbol sostenían el suelo y el techo. El anciano observó con particular interés la chimenea, que era la única parte de la posada hecha en piedra. Era evidente que estaba trabajada por manos de enano con la intención de que pareciese parte del árbol, enrollándose de forma natural en las ramas superiores. Cerca del hueco de la chimenea había un arcón repleto de troncos y ramas de pino traídas de las altas montañas. A ningún habitante de Solace se le ocurriría quemar la madera de sus propios árboles. Detrás de la cocina había otra salida; era un hueco de unos cuarenta pies, que algunos de los clientes de Otik consideraban muy práctica.

Mientras sus ojos recorrían la habitación, murmuraba para sí frases de aprobación. Entonces, ante la sorpresa de Tika, tiró su bastón, se arremangó la túnica y ¡comenzó a redistribuir los muebles!

Tika dejo de barrer y se apoyó en la escoba.

—¿Qué hace usted? ¡Esa mesa siempre estuvo ahí!

En el centro de la sala había una mesa larga y estrecha. El anciano la arrastró por el suelo y la apoyó contra el tronco del inmenso vallenwood, justo al otro lado de la chimenea, después retrocedió unos pasos y contempló su trabajo.

—Ahí —murmuró—. Debe estar cerca de la chimenea. Ahora trae dos sillas más, necesito seis alrededor de esta mesa.

Tika se volvió hacia Otik. Cuando éste estaba a punto de protestar, hubo un resplandor en la cocina. Un grito del cocinero indicó que la manteca ardía de nuevo. Otik corrió hacia las puertas batientes de la cocina.

—Es inofensivo —murmuró al pasar al lado de Tika—. Déjale hacer lo que quiera, si es razonable. A lo mejor piensa dar una fiesta.

Tika suspiró y le llevó las dos sillas que le había pedido, dejándolas donde él le indicaba.

—Bien —dijo el extraño personaje mirando con agudeza a su alrededor—, ahora trae dos sillas más y asegúrate que sean cómodas. Ponlas cerca de la chimenea, en esta esquina oscura.

—No es oscura, está justo a plena luz. ¡Ah!, pero esta noche estará oscura, ¿no? Cuando el fuego esté encendido...

—Sí, sí, supongo que sí...

—Trae las sillas, buena chica. y quiero otra justo aquí. —y señaló un lugar frente a la chimenea—. Esta es para mí.

—¿Va a dar una fiesta? —preguntó Tika mientras le acercaba la silla más confortable de la posada.

—¿Una fiesta? —La idea pareció divertirle. Riendo entre dientes le contestó—. Sí, pequeña, ¡será la mejor fiesta que se haya visto en Krynn desde el Cataclismo! ¡Prepárate, Tika Waylan! ¡Prepárate!

Le dio unos golpecillos en el hombro y le desordenó el cabello, luego se volvió y con un crujido de huesos se dejó caer en la silla.

—Una jarra de cerveza —le dijo.

Tika fue a buscar la cerveza. Tras llevársela y ponerse a barrer de nuevo, se detuvo, preguntándose cómo aquel hombre conocía su nombre.

LIBRO I

1

Reunión de viejos amigos. Una brusca interrupción

Flint Fireforge se derrumbó sobre una roca cubierta de musgo. Sus viejos huesos de enano le habían sostenido ya demasiado tiempo y se negaban a continuar sin protestar.

—Nunca debería haberme ido —refunfuñó Flint mirando abajo, hacia el valle. Hablaba en voz alta aunque no hubiese ninguna señal de vida en los alrededores. En los largos años de vagabundeo solitario había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo. Golpeándose las rodillas con las palmas de las manos, anunció con vehemencia —: ¡Y maldita sea si decido irme de nuevo!

Flint había estado caminando durante todo aquel frío día de otoño, por lo que encontró confortable aquella roca cubierta de musgo, caldeada por el sol de la tarde. Relajándose, dejó que el calor penetrase en sus huesos —el calor del sol y el calor de sus pensamientos, pues regresaba de nuevo al hogar.

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