– ¿Y por qué haría ella tal cosa? -preguntó Sano, poco convencido. Los dos lo miraban sin habla, confusos. El característico olor del miedo impregnaba la habitación. Sano sabía que procedía de él y de Hirata tanto como de Keisho-in y Ryuko. Enunció la última y fatal prueba-: Tenemos un testigo que os oyó conspirar para asesinar a Harume y a su hijo nonato para que su excelencia permaneciera como sogún el resto de su vida y no perdieseis la influencia que tenéis sobre él.
– ¡Eso es mentira! -exclamó Keisho-in-. ¡Yo nunca haría nada tan horrible, y tampoco mi queridísimo Ryuko!
– ¿Qué testigo? -preguntó Ryuko.
En ese momento, la inspiración despejó la confusión de su rostro. Apretó la mandíbula con furia.
– Fue Ichiteru, esa zorra intrigante que quiere sustituir a mi señora como madre del dictador de Japón. Lo más probable es que os mintiera porque ella misma mató a Harume. -Le lanzó a Sano una mirada furibunda-. Y vos queréis incriminarnos en el asesinato para poder controlar al sogún. Falsificasteis el supuesto diario, metisteis la carta y pagasteis al padre de Harume para que sembrara sospechas sobre mi señora.
Sano se desesperó. Esa, pues, iba a ser la defensa de Keisho-in y Ryuko contra su acusación. Sin duda al ignorante Tokugawa Tsunayoshi le parecería razonable.
– De acuerdo, Harume tuvo acceso a vuestros aposentos -reconoció Sano-, pero vos también a los suyos. ¿Envenenasteis la tinta, dama Keisho-in?
– No. ¡No! -Las palabras surgían en un susurro agudo; la dama Keisho-in palideció y se llevó las manos al pecho.
– ¿Qué sucede, mi señora? -preguntó Ryuko.
– ¿Dónde estabais entre la hora de la serpiente y el mediodía de hoy? -le preguntó Sano al sacerdote.
– En mis aposentos, meditando.
– ¿Estabais solo?
Keisho-in emitió unos gritos de dolor.
– Sí, solo. ¿Adónde queréis ir a parar? -respondió impaciente.
– Hoy han asesinado al buhonero que vendió el veneno que mató a Harume -explicó Sano.
– ¿Y tenéis la osadía de sugerir que he sido yo?
La furia de Ryuko no lograba ocultar su pánico. Unas grandes manchas de sudor oscurecían su bata; las manos le temblaban al recostar a la convulsa Keisho-in en los cojines.
– ¿Hay alguien que pueda demostrar que no estabais en el muelle Daikon esta mañana?
– Esto es absurdo. No conozco a ningún vendedor de drogas. -Ryuko acarició la frente de la dama-. ¿Qué os pasa, mi señora?
– Un ataque -chilló la dama Keisho-in-. ¡Socorro, me ha dado un ataque!
– ¡Guardias! -gritó Ryuko a los hombres apostados a la puerta-. Id a por el doctor Kitano. -Después se volvió hacia Sano con la cara lívida de furia y terror-. ¡Si muere será culpa vuestra!
Sano no creía que la anciana estuviese enferma de verdad, y no estaba dispuesto a que la farsa le impidiera considerar que Ryuko carecía de coartada para el asesinato de Choyei. La fuerza combinada de móvil y pruebas lo obligaba a traspasar una línea que había esperado no llegar a cruzar. En su interior reverberaba un mal augurio.
– No tengo más remedio que acusaros a los dos del asesinato de la dama Harume y de su hijo nonato -dijo-, y de conspiración para cometer traición contra el estado Tokugawa.
Más tarde, el sogún tendría que decidir qué era verdad y qué mentira. Hirata y Sano intercambiaron una mirada de resignación y se levantaron para partir.
– ¡Vosotros sois los criminales! -les gritó el sacerdote Ryuko mientras la dama Keisho-in jadeaba y sollozaba entre los cojines-. Habéis conspirado contra mi señora para medrar y ahora habéis puesto en peligro su salud. Pero no os saldréis con la vuestra. Cuando su excelencia se entere de esto, ya veremos quién goza de su favor… ¡y quién muere como traidor! -Se abrió la puerta y Ryuko exclamó con alivió-: ¡Por fin, el doctor!
Sin embargo, era uno de los detectives de Sano, escoltado por guardias de palacio, que le ofreció un pliego de papel.
– Siento interrumpiros, sosakan-sama, pero traigo un mensaje urgente de vuestra esposa. Insiste en que lo leáis antes de salir de aquí.
Sorprendido, Sano aceptó la misiva, preguntándose qué tendría que decirle Reiko que no pudiera esperar a que llegara a casa. Mientras Ryuko atendía frenético a la dama Keisho-in, leyó: