Sano estaba conmocionado. Luego llegó el horror, mientras le pasaba la carta a Hirata sin decir palabra. A pesar de sus recelos anteriores sobre las aptitudes de Reiko como detective, su teoría era irrefutable. Se dio cuenta de que la dama Keisho-in era una rival más importante para el chambelán Yanagisawa que él mismo. Y la artimaña parecía muy propia de su enemigo. Explicaba por qué se había mostrado tan amable últimamente; esperaba verse muy pronto libre de Sano y de Keisho-in, su otro obstáculo en el ascenso al poder. Seguro que sus espías habían descubierto la existencia de la carta durante un registro de rutina en el Interior Grande. Le había ofrecido ayuda a Sano y se había opuesto a la maniobra de Keisho-in para obstaculizar la investigación porque quería asegurarse de que la carta saliera a la luz. La noticia del embarazo de Harume lo había emocionado porque pasaba de un simple asesinato a alta traición: un crimen cuyas consecuencias destruirían a sus rivales.
Entonces Sano cayó en que los versos ocultos del diario y el mensaje de Harume a su padre debían de referirse a alguien que no fuera Keisho-in. La dama Ichiteru había mentido. Todas las suposiciones sobre Keisho-in y Ryuko se derrumbaban sin la carta. Sano los contempló con nuevos ojos. En el sufrimiento de Keisho-in vio la angustia de una mujer falsamente acusada, y en Ryuko la desesperación de un inocente que defiende su vida. El mensaje de Reiko había llegado a tiempo para evitar que presentara cargos oficiales contra ellos, pero ¿podría reparar el daño que ya estaba hecho?
– Sosakan-sama, ¿qué vamos a hacer? -La cara de Hirata reflejaba el desaliento de Sano.
Keisho-in vomitaba en una palangana mientras Ryuko le sostenía la cabeza. Sano se arrodilló frente a ellos y les hizo una reverencia.
– Honorable dama Keisho-in, sacerdote Ryuko. Os debo una disculpa. He cometido un terrible error. -Se apresuró a referirles el contenido de la carta de Reiko, añadiendo sus propias observaciones que lo corroboraban-. Os ruego humildemente que me perdonéis.
Recobrada de la conmoción que el ataque le había producido, Keisho-in se incorporó y lo miró boquiabierta. Ryuko lo contemplaba, sacudiendo la cabeza ante aquel nuevo ultraje.
–
– Creedlo, mi señora -dijo Ryuko en tono lúgubre. Él, a diferencia de su benefactora, estaba al tanto de las realidades de las intrigas políticas del bakufu, y dispuesto a aceptar la explicación de Sano.
– ¡Qué espanto! Por supuesto que os perdono, sosakan Sano.
Aunque la mirada de Ryuko no perdió su frialdad -no olvidaría con facilidad la afrenta de Sano-, asintió.
– Parece que debemos poner fin a nuestras diferencias y unirnos contra un mal mayor.
Sano dio gracias a los dioses.
– De acuerdo -dijo.
Juntos, él e Hirata, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko tramaron un plan para derrocar al chambelán Yanagisawa.
31
Sola en su alcoba, Reiko esperaba las noticias que determinarían su destino. Las doncellas habían encendido la lámpara de al lado de la cama, preparado el futón y dispuesto sus ropas de noche. Pero Reiko aún llevaba las prendas con las que había viajado al templo de Zojo. Daba vueltas por la habitación y, cada vez que creía oír voces en el exterior, se detenía tensa y sin aliento. La mansión estaba en paz; los criados y detectives, dormidos. Sólo Reiko permanecía en vigilia.