– El hombre que disparó a un mercader holandés trató de detener la investigación del asesinato incendiando mi casa.
Reiko tocó una larga arruga de carne que le recorría el bíceps izquierdo. La herida había sido grave.
– ¿Y esto?
– Un recuerdo del asesino de los Bundori.
– ¿Y éstas? -Reiko recorrió otras cicatrices en el hombro izquierdo y el antebrazo derecho de su marido.
– Combates a espada con un traidor que atacó al sogún y con un asesino que intentó matarme.
Sin que él lo dijera, Reiko se dio cuenta de que Sano los había vencido a los dos. Sus victorias la impresionaban, al igual que su coraje para arriesgar la vida en el cumplimiento del deber.
De repente, Sano parecía mortificado, más que orgulloso de sus hazañas.
– Lamento que mi aspecto te desagrade.
– ¡No! ¡En absoluto! -se apresuró a asegurarle Reiko.
Las feas cicatrices eran símbolos de todo lo que valoraba en Sano, aunque sabía que las meras palabras no iban a convencerlo. Se olvidó de su timidez y se quitó la ropa, con lo que desnudó su esbelta figura y los pechos pequeños y respingones. Cogió las manos de Sano y se las llevó a la cintura.
El alivio, la gratitud y el deseo coincidieron en su profundo suspiro y su sonrisa triste.
– Eres hermosa -le dijo.
El orgullo llenó a Reiko de osadía. Tiró del taparrabos de Sano. La banda de blanco algodón opuso resistencia a sus torpes esfuerzos y Sano la ayudó. Entonces cayó el último pliegue y contempló fascinada su primera visión de un hombre excitado. Su tamaño la alarmaba a la vez que la agitaba profundamente. Cuando le tocó el órgano, éste latió en su mano, un asta de músculo rígido bajo la piel suave y sensible. Lo oyó gemir. Y la trajo hasta el futón con un abrazo.
El calor del contacto íntimo la sorprendió, al igual que la diferencia entre su cuerpo y el de Sano. El era duro donde ella era blanda, todo huesos anchos y tendones de acero donde ella era delicada. Entonces empezó a acariciarle los senos, a pellizcarle los pezones, a acariciarle los muslos. Elevada a nuevas cotas de sensación, Reiko correspondía toque por toque; la extrañeza se esfumó a medida que sus alientos se entremezclaban y el placer los hacía iguales. La boca de Sano en su garganta y el empuje de su virilidad le arrancaron un gemido. Sus dedos la acariciaban entre las piernas, humedeciendo sus turgentes carnes íntimas. Cuando se situó sobre ella, estaba más que preparada.
Sano descargó su peso con lentitud para no aplastarla. Se mojó con saliva para facilitar su unión y acometió con delicadeza contra la femineidad de Reiko. A pesar de sus cuidados, ella sintió un agudo dolor cuando la penetró. El se quedó rígido, con un jadeo.
– Lo siento -se disculpó.
Pero a través del dolor brotaba un ansia exigente. Reiko se arqueó contra él y susurró:
– Oh. Oh, sí.
Empezó a moverse en su interior. La resbaladiza profusión del deseo de Reiko redujo gradualmente la áspera y rugosa fricción. Su cuerpo se fundía por dentro, se abría para Sano. Lo agarró con fiero deleite, regocijándose ante la visión de su gozo: ojos cerrados, labios separados, pecho arriba y abajo. Su abrazo se hizo más estrecho; sentía las cicatrices bajo los dedos. Era como tener a todos sus héroes samurái en los brazos. Después, la crecida de la excitación se llevó a su paso el pensamiento consciente. Reiko estaba enzarzada en una batalla por la satisfacción; escalaba una montaña, y los empujes de Sano la llevaban cada vez más arriba. Entonces llegó a la cima, donde esperaba la victoria. Reiko gritó y su cuerpo se contrajo con un deleite que jamás había conocido.
Reiko era un milagro más allá de los sueños de Sano, una maravillosa mezcla de fuerza y fragilidad, con un cuerpo como de acero en un envoltorio de seda. Perdido en el tacto y el aroma de Reiko, empujó más y más fuerte al ritmo marcado por su necesidad.
Sin que ella lo supiera, aquélla era también una experiencia nueva para él: nunca había sido el primer amante de nadie. Por ello tenía miedo de hacerle daño; no estaba seguro de poder conseguir que su esposa disfrutara de su primer acto sexual. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer, y le preocupaba no ser capaz de posponer su desahogo lo suficiente para satisfacerla. Ahora sentía una felicidad que iba más allá de la gratificación física. La visión de su bello rostro contorsionado por el éxtasis y los gritos que habían acompañado su clímax lo elevaron al borde del suyo propio. Aquella unión confirmaba el matrimonio como algo en lo que ambos podían dar y recibir satisfacción, tanto en los asuntos de la vida cotidiana como en el dormitorio.