– Sí, sosakan-sama -dijo Hirata, y luego observó cómo Sano se alejaba a grupas de su caballo. Pero no estaba bien, y no lo estaría hasta que recuperara la confianza de Sano. De camino al muelle Daikon, decidió que el único modo de conseguirlo era descubrir la prueba que identificara de una vez por todas al asesino de la dama Harume.
Unas cuantas horas de pesquisas por la zona circundante al lugar del asesinato de Choyei mermaron las esperanzas de salvación de Hirata. Las habitaciones de las casas de inquilinos vecinas pertenecían a varones solteros -estibadores y peones- que estaban en el trabajo cuando Hirata llamó a sus puertas y probablemente habían estado ausentes también durante el asesinato. Por tanto, el asesino de Choyei se había escabullido por las callejuelas sin que nadie lo viera. No tuvo mejor suerte en el cercano barrio comercial. Preguntó a gente que recordaba haber visto a muchos hombres con capa y capucha el día anterior, por el frío que hacía. El asesino se había confundido entre la muchedumbre con facilidad. Para el mediodía, Hirata estaba cansado, desanimado y hambriento. Sobre una renglera de escaparates que salía del muelle, vio un cartel que anunciaba anguila fresca. Entró en el local para fortalecer cuerpo y espíritu.
El pequeño comedor que había nada más entrar estaba hasta los topes de parroquianos sentados en el suelo que engullían, sus platos palillos en mano. En la cocina del fondo humeaban enormes ollas de arroz. Los cocineros estampaban a las escurridizas anguilas en sus tablas de madera, las rajaban de las agallas a la cola, les cortaban la cabeza y les sacaban las espinas. Las largas tiras de carne, ensartadas en pinchos de bambú y rociadas con salsa de soja y sake dulce, se asaban sobre el fuego. Las nubes de humo sabroso estimularon el apetito de Hirata y le provocaron una aguda punzada de nostalgia. El restaurante le recordaba a los establecimientos que había frecuentado en sus felices tiempos de doshin. Qué confianza tenía en aquel entonces; ¿cómo iba a saber que su carrera se iría al traste por la traición de una mujer?
Se sentó y pidió la comida al propietario, un hombre robusto al que le faltaban las articulaciones de varios dedos en ambas manos. Los clientes y el personal intercambiaban chismorreos.
El local era a las claras un punto de encuentro del lugar. Después de todo, a lo mejor su viaje no era una pérdida de tiempo. El dueño le llevó la comida: trozos de anguila a la brasa y berenjena en vinagre sobre arroz, con una jarra de té. Hirata se presentó.
– Investigo la muerte de un buhonero ocurrida no muy lejos de aquí. ¿Has oído algo?
El hombre asintió y se secó el ceño sudoroso con un trapo.
– Hoy en día suceden muchas desgracias, pero siempre es un golpe cuando es alguien que conoces.
Hirata empezó a interesarse.
– ¿Lo conocías? -Era la primera persona que admitía una relación con Choyei, que parecía un recluso sin amigos o familia.
– No mucho -confesó el propietario-. Nunca hablaba demasiado; era reservado. Pero comía aquí a menudo. Teníamos un trato: él me dejaba baratos sus productos, y yo recogía mensajes de sus clientes. Se paseaba por toda la ciudad, pero era sabido que se le podía encontrar aquí. -El dueño echó un vistazo a los emblemas de los Tokugawa que Hirata llevaba bordados-. ¿Puedo preguntar por qué un funcionario de alto rango como vos se interesa por un viejo buhonero?
– Vendió el veneno que mató a la concubina del sogún -dijo Hirata.
– Esperad, yo no sé nada de venenos. -El hombre alzó las manos a la defensiva-. Por lo que yo sé, el viejo sólo vendía pociones curativas. ¡Por favor, no quiero problemas!
– No te preocupes -dijo Hirata-. No ando detrás de ti. Tan sólo quiero tu ayuda. ¿Preguntó ayer por el buhonero un hombre que llevaba capa oscura y capucha?
– No. No recuerdo que ayer nadie preguntara por él.
Hirata se sentía defraudado: después de todo aquella pista podía ser un callejón sin salida.
– ¿Había mujeres entre sus clientes? -preguntó con desgana.
– Oh, sí. Muchas, incluso damas ricas y elegantes. Le compraban medicamentos para dolencias femeninas.
El propietario se relajó, contento de desviar la conversación del asesinato, pero a Hirata se le encogió el corazón.
– ¿Una de las damas era alta, muy guapa y elegante, de unos veintinueve años, de pecho abundante y con muchos ornamentos en el pelo?
– Podría ser, pero no hace poco. -Ansioso de disociarse del crimen, el propietario añadió-: Ahora que lo pienso, hace siglos que no ha habido mensajes ni visitantes para el viejo.
Un camarero joven con la cara llena de granos que pasaba con una bandeja de comida se metió en la conversación.
– Excepto el samurái aquel que pasó justo después de que sirviéramos el desayuno de ayer.
– ¿Qué samurái? -exclamaron Hirata y el dueño al unísono.
El camarero repartió cuencos de arroz y anguila.