Su primera noche con Sano había añadido una nueva dimensión a su vida. A pesar del dolor entre las piernas, el amor le había aportado una estimulante sensación de bienestar físico y espiritual. El mundo parecía repleto de tentadores desafíos, y Reiko se sentía preparada para afrontarlos todos. Asomó la cabeza con impaciencia para mirar hacia la puerta de los Miyagi. Por fin, apareció un criado.
– El caballero y la dama Miyagi recibirán a la dama Sano en el jardín -anunció.
Reiko cogió su regalo y bajó del palanquín. Le dijo a su séquito que la esperara fuera y entró con el criado en la mansión del daimio. En el recinto que formaban los barracones de los vasallos, las garitas estaban ocupadas tan sólo por dos samuráis. La mansión, de paredes con entramado de madera y tejados de teja, estaba rodeada por otro patio. En el porche de la entrada había apostado un único guardia. En el lugar imperaba una soledad estremecedora. Sano la había precavido de aquello, y su corazón se aceleraba de ansiedad. El anormal modo de vida del caballero Miyagi era, a todas luces, indicativo de un carácter turbio. ¿Estaba a punto de conocer al asesino de la dama Harume?
Siguió a su guía a través de otra puerta, la que daba al jardín privado. Los pinos se alzaban como monstruos grotescos, con el tronco y las extremidades artificialmente descoyuntados y el follaje recortado para acentuar lo retorcido de sus posturas. Las piedras ornamentales eran gruesos pilares fálicos de cabeza redondeada. En un macizo de arbustos se alzaba la estatua negra de una deidad hermafrodita de muchos brazos con las manos sobre sus senos desnudos y su erección. Aquella mañana Sano le había resumido los extraños usos de la casa Miyagi, pero las simples palabras no la habían preparado para la realidad. La iniciación sexual había ampliado sus sentidos y le había conferido una aguda conciencia de lo que la rodeaba. En el jardín se respiraba un ambiente extrañamente quedo. Los rayos del sol, filtrados por los árboles deformes, arrojaban largas sombras. Reiko resopló ante la podredumbre del aire.
En un lecho de arena blanca, una hermosa jovencita trazaba pulcras líneas paralelas con un rastrillo. Otra lanzaba migas a la carpa naranja del estanque. En el pabellón bordaba una mujer mayor, de rostro feo y austero. Un varón de mediana edad, de rodillas junto a un arriate y ataviado con una ajada bata azul de algodón, esparcía con un cucharón algo que sacaba de un cubo de madera.
De repente, Reiko tuvo miedo, aun con los guardias que la esperaban en el exterior. Nunca se había entrevistado con un sospechoso de asesinato. Su conocimiento de los criminales se reducía a los que había observado, sin peligro, en el tribunal del magistrado. La siniestra atmósfera de la mansión Miyagi la advertía de que ya no tocaba fondo. ¿Sería capaz de obtener la información que quería sin desvelar su condición de compañera de Sano? A fin de no perder su respeto, para servir al honor y al amor, tenía que conseguirlo. ¿Era realmente el caballero Miyagi el asesino? ¿Qué le haría si desvelaba su estratagema?
– La honorable dama Sano Reiko -anunció el lacayo.
Todos se volvieron hacia Reiko. El rastrillo se detuvo en sus surcos; la chica que daba de comer a la carpa se paró con el brazo extendido. El caballero Miyagi detuvo el cucharón a media altura, y las manos de su esposa quedaron quietas sobre el bordado. Mientras la observaban en impasible silencio, Reiko casi veía los vínculos invisibles que los unían como hilos de telaraña. El daimio y las dos jóvenes se pusieron en movimiento y se plantaron junto al pabellón ocupado por la dama Miyagi. A Reiko le daban la impresión de ser partes separadas de la misma criatura fantástica que se unían ante una amenaza. Contuvo un escalofrío y se acercó a sus anfitriones.
– Vuestra presencia nos honra -dijo la dama Miyagi con una reverencia y una sonrisa que reveló sus dientes ennegrecidos.
El ritual de las presentaciones ayudó a que Reiko recobrase en parte la compostura.
– He venido a agradeceros el precioso costurero que enviasteis como regalo de bodas -dijo para anunciar el aparente motivo de su visita-. Os ruego que aceptéis este presente de mi gratitud.
– Muchas gracias -contestó la dama Miyagi-. Gorrión, trae té para nuestra invitada.
Una de las concubinas cogió el regalo de Reiko, y las dos se fueron hacia la casa. La dama Miyagi arqueó los hombros.
– Una se queda envarada de estar sentada tanto tiempo, y estoy segura de que estaréis entumecida después de un viaje en palanquín. Venid conmigo, demos un paseo por el jardín.
Se levantó y descendió del pabellón. Se movía con zancadas bruscas y poco femeninas; su quimono gris pendía de un cuerpo anguloso.
– Es un gran placer conoceros -dijo cuando estuvo al lado de Reiko.