Hirata asintió cabizbajo. Una visita al templo en aquella festividad de verano equivalía a cuarenta y seis mil en cualquier día normal, con el consiguiente número de bendiciones. El recinto debía de estar hasta los topes de peregrinos. Los puestos que aprovechando la ocasión vendían alquequenjes, cuyo fruto ahuyentaba la enfermedad, habrían entorpecido la persecución, mientras que el desorden permitía que el atacante se escabullera. Con un suspiro, Hirata alzó la vista hacia la imponente masa de la sala principal del templo, los tejados escalonados de las dos pagodas. Recordó los santuarios, los jardines, los cementerios, los otros templos y el mercado secundario del interior del recinto de Asakusa Kannon; los caminos que atravesaban los arrozales circundantes; el embarcadero del transbordador y el río. Había un sinfín de escondrijos y de vías de escape para un criminal. El atacante de la dama Harume había elegido bien el lugar y el momento.
– ¿Tienes alguna información más? -preguntó Hirata sin muchas esperanzas.
– Sólo los nombres de todos los que formaban el grupo que salió del castillo de Edo. Reuní a las mujeres y a sus escoltas en el templo y les tomé declaración, según el procedimiento de rutina.
Le mostró el libro, y, de la lista de los cincuenta y tres acompañantes de Harume, un nombre le saltó a la vista: el de la dama Ichiteru. Sintió un nudo en el estómago. Señaló el nombre de la que había sido su amante.
– ¿Qué te dijo?
El sacerdote pasó páginas y encontró la declaración.
– Ichiteru dijo que estaba sola tomando té calle abajo cuando oyó los gritos de la dama Harume. Afirmó que no sabía nada del ataque o de quién podía ser el responsable.
Pero Ichiteru era una mentirosa sin coartada. Al sobrevivir Harume, ¿había recurrido al veneno? Sin embargo, Hirata no quería demostrar su culpabilidad, ni siquiera en aras de cerrar el caso o de la satisfacción de verla castigada. La perspectiva del éxito y la venganza perdía atractivo cuando se imaginaba vivir el resto de sus días sabiendo que lo había engañado una asesina.
– Déjame que vea esa lista otra vez. -Al encontrar al teniente Kushida anotado, experimentó un gran alivio. Kushida encajaba con la descripción general del asesino. La daga no era su arma preferida, pero podía haberla elegido porque era más fácil de esconder que una lanza-. ¿Qué contó Kushida?
– Estaba tan trastornado por su fracaso al proteger a Harume que fui incapaz de determinar su paradero durante el ataque -dijo el sacerdote.
– ¿Lo vio alguien más?
– No. Se habían separado para escoltar a varias damas por el recinto. Todos dieron por sentado que Kushida estaba con un grupo diferente. -El sacerdote frunció el entrecejo-. Conozco al teniente de mis tiempos en el castillo de Edo. No tenía motivos para creer que era sospechoso del ataque o que se convertiría en prófugo de la justicia. De otro modo habría intentado establecer sus movimientos. Lamento haber resultado de tan poca ayuda.
– En absoluto -dijo Hirata-. Me habéis dicho lo que quería saber.
Estaba convencido de que el mismo hombre le había lanzado la daga a Harume, la había envenenado y había silenciado a Choyei. El teniente Kushida había tenido sobrada oportunidad para cometer los crímenes, y carecía de coartadas. Hirata preveía su retorno triunfal a las buenas relaciones con Sano y su autorrespeto.
Todo lo que tenía que hacer era encontrar al teniente Kushida.
33
En el distrito daimio, una partida de soldados escoltaba un palanquín detenido frente a una puerta adornada con el emblema del doble cisne. Su comandante anunció:
– La esposa del sosakan-sama del sogún desea ver al caballero Miyagi.
– Os ruego que esperéis mientras informo al daimio de que tiene una visita -replicó uno de los guardias de los Miyagi.
Dentro del palanquín, Reiko temblaba de alegre emoción. Su carrera de detective empezaba de verdad. A primera hora de la mañana había hablado con Eri, quien le había prometido acordar una cita con la dama Ichiteru para más tarde. En aquel momento llegaba su primera ocasión de medir su inteligencia con un sospechoso de asesinato. ¡Cómo deseaba que el caballero Miyagi fuese el asesino, para adjudicarse el triunfo de demostrarlo! Mientras esperaba, jugueteaba con una caja de dulces que había llevado como regalo de cortesía para los Miyagi. Las circunstancias le habían proporcionado la excusa perfecta para visitarlos. Podría sondear sus secretos oscuros, y el caballero Miyagi jamás sospecharía su auténtico propósito. Aunque Reiko trataba de calmarse y concentrarse en la tarea que tenía por delante, a sus labios no dejaba de asomar una sonrisa, y no sólo por haber alcanzado su sueño.