– La falsa acusación contra la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko fue sobre todo obra del chambelán Yanagisawa -dijo Sano-, apoyada por las pruebas accidentales del diario, el padre de Harume y el asesino de Choyei. Pero hay otra persona que contribuyó al fiasco que podría habernos costado la vida de no haber sido por la investigación independiente de mi esposa: la dama Ichiteru. -Sano hablaba con expresión grave y a regañadientes, pues le disgustaba sostener esa conversación con Hirata-. Tú estabas a cargo del interrogatorio de Ichiteru, pero de algún modo te las ingeniaste para no descubrir nada en vuestro primer encuentro. Cuando te pregunté cuál era el problema, evitaste responder. No es propio de ti ser esquivo o incompetente, pero lo dejé pasar porque pensaba que arreglarías las cosas por tu cuenta. Confié en tus instintos de detective y acepté la declaración de Ichiteru, sin otro testigo que tú que la corroborara. Ahora veo que cometí un error.
Hirata estaba abochornado. Había traicionado la confianza de su amo, un pecado imperdonable. Una larga noche entregada a la recriminación había aumentado su sentimiento de culpa.
Ahora las palabras de Sano le desgarraban el espíritu. La hermosura del día, el sol que reverberaba en los canales parecían burlarse de su congoja. Quería morirse allí mismo.
– Algo va mal -dijo Sano- y no puedo seguir ignorándolo. Cuando Ichiteru te dijo que había oído a Keisho-in y a Ryuko conspirar para matar a Harume, ¿qué te predispuso tanto a creértelo? Sabes que a menudo los criminales mienten para incriminar a otros y desviar las sospechas de su persona. ¿Qué pasó entre Ichiteru y tú?
Hirata vio que Sano estaba menos furioso que preocupado, más proclive a entender que a reprender. La benevolencia de Sano lo hacía sentirse aún peor, porque requería una explicación cuando él habría preferido un castigo físico. De mala gana escupió toda la penosa historia de la seducción de Ichiteru y su credulidad. Se obligó a presenciar el desaliento en la cara de Sano.
– No hay excusa para lo que sucedió. Tendría que haber sido más listo. Ahora me he deshonrado y os he fallado -dijo al terminar. Parpadeó para enjugarse las lágrimas y exhaló un trémulo y profundo aliento-. Hoy mismo me iré.
Pensaba encontrar un lugar íntimo donde hacerse el haraquiri y así redimir su honor.
– ¡No seas ridículo! -La mirada y la voz de Sano mostraban alarma: sabía lo que Hirata pensaba-. Has cometido un grave error, pero es el primero desde que entraste a mi servicio. No pienso despedirte, ¡y te prohíbo que te vayas! -Después añadió con más calma-: Tú ya te castigas más duramente de lo que yo podría hacerlo. Yo te perdono; haz tú lo mismo. No tenemos tiempo que perder viviendo en el pasado. Necesito que vayas al muelle Daikon a ver si puedes encontrar alguna pista sobre el asesino de Choyei. Después visita el lugar donde le lanzaron la daga a Harume; a lo mejor allí hay algo que apunte hacia su atacante.
– Sí, sosakan-sama. -Sano se sintió profundamente aliviado. ¡Sano le daba otra oportunidad!-. Gracias.
Mas su culpa seguía en pie. En él luchaban propósitos contrarios. Debía solucionar los problemas que había causado. La dama Ichiteru había estado a punto de arruinar lo que más le importaba en el mundo: su relación con su señor. Estaba furioso con ella por haberlo manipulado y ansiaba vengarse, pero todavía la deseaba. Y aunque sus mentiras la hacían más sospechosa que nunca, quería creer en su inocencia, porque si resultaba ser la asesina jamás volvería a estar seguro de su juicio. Nunca más podría confiar en sí mismo para decidir si alguien era culpable o inocente; temería perder pistas. Anticiparía el fracaso y lo haría inevitable.
– Sabemos que el que apuñaló a Choyei fue un hombre, de modo que la dama Ichiteru es inocente de ese crimen -dijo, tratando de adoptar una semblanza de racionalidad. Reprimió el pensamiento de que podría haber contratado a alguien para que comprara el veneno y después asesinase al vendedor-. Aun así, es probable que sepa algo del asesinato de Harume. Solicito permiso para verme con la dama Ichiteru y sacarle la verdad.
En vez de responder al momento, Sano perdió la mirada en la distancia, en un carro de bueyes que avanzaba penosamente por el camino. Después dijo:
– Te ordeno que te mantengas alejado de la dama Ichiteru. Ya has perdido la objetividad con ella, y el castigo por acostarse con la concubina del sogún es la muerte; no puedes permitir que vuelva a pasar. Reiko interrogará a Ichiteru. Mientras investigues el asesinato de Choyei y el ataque a Harume podrás buscar vínculos con Ichiteru, pero aléjate de ella. Lo siento.
A Hirata lo asaltó una nueva ola de aflicción y vergüenza. Sano ya no confiaba en él. ¡Ojalá no hubiera conocido a Ichiteru! La necesidad de venganza lo consumía.
Llegaron al cruce con el camino que salía de Edo en dirección norte.
– Voy a Asakusa. Te veré después en casa. -Sano miró a Hirata de arriba abajo con preocupación-. ¿Estás bien?