– El que vi en el callejón cuando saqué la basura. Me amenazó con atravesarme con su lanza si no lo ayudaba a encontrar al buhonero. Así que le dije dónde vivía el viejo. Salió disparado. -El camarero parecía afligido-. ¿Fue él quien lo mató? Supongo que hice mal.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Hirata.
– Mayor que vos. Un tipo feo. -El camarero adelantó la mandíbula para hacer una imitación burlona-. No se había afeitado, y aunque sus ropas eran de las que llevan los caballeros, estaban sucias, como si hubiera dormido al raso.
Hirata no cabía en sí de júbilo. La descripción del hombre y su arma encajaba con la del teniente Kushida, y lo situaba en la zona en el momento de la muerte de Choyei; podía haberse puesto la capa más adelante, para disfrazarse. Aquello lo hacía más sospechoso que la dama Ichiteru. Hirata se tomó su comida y agradeció la colaboración del dueño y el camarero con generosas propinas. Salió del restaurante y envió un mensajero al castillo de Edo con órdenes de buscar a Kushida por el muelle de Daikon. Después cabalgó hacia el mercado donde un asesino había estado a punto de matar a la dama Harume con una daga.
– Os enseñaré dónde ocurrió -dijo el sacerdote que estaba a cargo de la seguridad del templo de Kannon de Asakusa. Antiguo guardia del castillo de Edo, poseía las poderosas facciones de una máscara guerrera de hierro y un vigor inalterado por la amputación del brazo izquierdo, que había acabado con su anterior carrera. Hirata había pasado a buscarlo para repasar el informe oficial sobre el ataque a la dama Harume. En aquel momento salían del templo y entraban en la Naka-mise -dori, la amplia avenida que llevaba de la sala principal a la magnífica Puerta del Trueno.
Asakusa, un arrabal a la orilla del río Sumida, se extendía a ambos lados de la vía que conducía a todos los destinos del norte. Los viajeros a menudo se detenían para tomarse un tentempié y hacer ofrendas en el templo. Su buena situación lo convertía en uno de los barrios de entretenimiento más populares de Edo. Una vocinglera multitud abarrotaba el recinto y se congregaba alrededor de puestos donde se vendían plantas, medicinas, paraguas, dulces, muñecas y figuritas de marfil. El aroma del incienso se mezclaba con el olor tostado de las famosas «galletas de trueno» de Asakusa, hechas con mijo, arroz y judías. El sacerdote consultó un libro de contabilidad encuadernado en tela y se detuvo frente a un salón de té. Cerca, el público vitoreaba a tres acróbatas que volteaban tapas de hierro sobre el borde de sus abanicos mientras hacían equilibrios en una plancha encaramada a unas altas varas de bambú que sostenía un cuarto hombre.
– De acuerdo con la declaración de la dama Harume, ella se encontraba aquí, así. -El sacerdote se situó en la esquina del salón de té, con medio cuerpo en el interior del callejón perpendicular y de espaldas a la calle-. La daga vino desde esa dirección -señaló en diagonal al otro lado de la Kana-mise -dori- y se clavó aquí. -Tocó una estrecha hendidura en el tablón de la pared del salón de té-. El filo atravesó la manga de la dama Harume. Un poco más y la habría herido de gravedad o matado.
– ¿Qué pasó con el arma? -preguntó Hirata.
– Aquí la tengo.
El sacerdote sacó del libro un paquete envuelto en papel. Hirata lo abrió y encontró una daga corta con una afilada hoja de acero rematada por una aguzada punta y con el mango envuelto en tela negra de algodón. Era la clase de arma barata que empleaban los plebeyos, fácil de esconder bajo la ropa o la cama… y más fácil todavía de encontrar.
– Me la quedo -dijo Hirata. La envolvió de nuevo y se la guardó en la faja, aunque tenía muy pocas esperanzas de localizar a su dueño-. ¿Hubo testigos?
– Todos los que la rodeaban miraban en la dirección contraria, a los acróbatas. La dama Harume se había separado de sus acompañantes y estaba muy alterada. O no vio nada o el miedo hizo que se olvidara. Los vendedores de la calle se fijaron en un hombre con capa oscura y capucha que se alejaba corriendo.
El corazón de Hirata dio un vuelco de emoción. ¡El atacante llevaba el mismo disfraz que el asesino de Choyei!
– Por desgracia, nadie vio bien al culpable, y se escapó -se lamentó el sacerdote.
– ¿Cómo? -Aquello lo sorprendía. Las fuerzas de seguridad de Asakusa por lo general mantenían el orden y reducían a los alborotadores con admirable eficiencia-. ¿Nadie lo persiguió?
– Sí, pero el incidente se produjo el Día Cuarenta y Seis Mil -le recordó el sacerdote.