Sano no sabía que los descastados recogieran los prejuicios de la sociedad. Ese caso le había abierto los ojos a las realidades de mundos ajenos al suyo, y a su propia participación involuntaria en la miseria humana.
Los ojos del jefe de los eta se encendieron de ira, rápidamente apagada por su formidable autocontrol.
– Sé que os resultará difícil imaginar que yo le diera algo más que problemas. Pero estaba muy sola. Su padre la vendió al sogún y estaba contento de haberse librado de ella. Las mujeres del castillo la desdeñaban por ser hija de una prostituta. No tenía a nadie que escuchara sus problemas, que se preocupara de cómo se sentía, que la amara. Excepto yo. Lo éramos todo el uno para el otro.
Sano captó en aquello un posible móvil para el asesinato.
– ¿Sabías que Harume se citaba en la posada con otro hombre?
– El caballero Miyagi. Sí, lo sabía. -La vergüenza coloreó las mejillas de Danzaemon-. Quería observar mientras Harume se daba placer. Ella se lo consintió y después lo amenazó con contarle al sogún que la había violado, a menos que pagase para tenerla callada. Lo hizo por mí; me daba todo el dinero. Yo no quería que hiciera algo tan arriesgado y degradante; no quería dinero de chantaje. Pero se sintió herida cuando traté de rechazarlo; ella ansiaba darme algo y no podía creer que su amor era suficiente. -El jefe de los eta miró a Sano con actitud defensiva-. No negaré que acepté el dinero para comprar comida y medicinas para el poblado. Si aceptar el oro mal adquirido por una mujer me convierte en un criminal, sea.
Se rió, una única nota aguda que lo decía todo sobre las humillaciones que debía afrontar cada día en su intento de mejorar la suerte de su gente. Después inclinó la cabeza, avergonzado por haber traicionado sus emociones. A la vez que se conmovía por las palabras del joven jefe de los eta, Sano veía que la dama Harume le había dado al caballero Miyagi un poderoso motivo para quererla muerta. Sano pensó en Reiko, con el daimio, y le entraron escalofríos. Se resistió al impulso de correr a ayudar a su mujer y sopesó la declaración de Danzaemon. Todo lo dicho por el eta traslucía honestidad: había amado de verdad a Harume y lamentaba sinceramente su muerte. Pero ¿había un lado oscuro de la historia?
– La dama Harume estaba embarazada -anunció Sano.
Danzaemon alzó bruscamente la cabeza. El asombro hizo palidecer la superficie de su mirada como una capa de hielo sobre aguas profundas.
– Entonces, no lo sabías -dijo Sano.
El jefe de los eta cerró un momento los ojos.
– No. No llegó a decírmelo. Pero tendría que haber sabido que podía suceder. Dioses benditos. -El horror le apagó la voz hasta reducirla a un susurro-. Nuestro hijo murió con ella.
– ¿Estás seguro de que era tuyo?
– Ella me dijo que el sogún no podía… Y el caballero Miyagi nunca la tocaba. No había nadie más que yo. Tengo dos hijos, y mi esposa… -Sano recordó a la embarazada que había visto en la otra habitación, prueba de la potencia de Danzaemon-. Supongo que es una suerte que la criatura no llegara a nacer.
Por el bien de la investigación, Sano no podía aceptar en una primera evaluación el aparentemente genuino pesar del jefe de los eta, entre cuyas habilidades de supervivencia debía contarse con toda seguridad el talento para el engaño.
– Si la criatura hubiese nacido y hubiera sido niño, el sogún lo habría proclamado heredero y nombrado a Harume su consorte. Así, habría estado en situación de darte mucho más que el dinero del chantaje al caballero Miyagi. Y tu hijo se hubiese convertido en el futuro gobernante de Japón.
– No hablaréis en serio. -La mirada de Danzaemon estaba cargada de burla-. Eso no habría sucedido nunca. Vos habéis descubierto lo mío con la dama Harume; a la larga, alguien más se habría enterado. Se habría producido un escándalo. El sogún jamás aceptaría al hijo de un eta como suyo. Lo habrían matado como a nosotros.
– ¿Por eso envenenaste a la dama Harume? ¿Para acabar con su embarazo, evitar el escándalo y salvar la vida?
Danzaemon parpadeó, como si el inesperado vuelco de la conversación lo hubiese dejado anonadado. Después, se puso en pie de un salto.
– ¡Yo no envenené a Harume! -protestó-. Ya os he dicho lo que sentía por ella. No sabía nada de la criatura. Y, de haberlo sabido, ¡antes me habría matado yo que a ellos!
– ¡Arrodíllate! -ordenó Sano.
El jefe de los eta obedeció con ojos iracundos. Sano no tenía duda sobre el hombre al que Harume había hecho voto de amor. En la expresión de derrota que asomó a su rostro, vio que Danzaemon también era consciente de ello. Tenía móvil para el asesinato de Harume, y ella había muerto tatuándose por él.
– Pensad lo que queráis -dijo Danzaemon-. Arrestadme si queréis. Arrancadme una confesión a base de torturas. Pero yo no maté a Harume. -Alzó la barbilla y se le encendieron los ojos en resuelto desafío-. Nunca podréis demostrar que lo hice.