»Entonces la Rata me dijo que no había podido encontrar al buhonero. Me devolvió el dinero que le había pagado. Sospeché que en realidad sí había dado con Choyei, quien le había pagado para que guardara silencio. Ahora estoy seguro de que era la mujer a la que vi la que le ofrecía dinero a la Rata, y no al revés. Ella desapareció mientras hablábamos. Tenía que ser la asesina, y no una madre que vendía a su niño. Debió de ver los emblemas de mi ropa y adivinó quién era y lo que quería cuando le pregunté a la Rata por Choyei.
– Pero Ichiteru es la única mujer sospechosa. -En el momento en que lo decía, Sano recordó que no era así.
Los ojos de Hirata resplandecían.
– Nunca he visto a la dama Miyagi. ¿Qué aspecto tiene?
– Tiene unos cuarenta y cinco años -empezó Sano.
– ¿No muy guapa, con la cara larga, los ojos caídos y la voz grave?
– Sí, pero…
– Y dientes negros y cejas afeitadas. -Hirata rió, exultante-. ¡Y pensar que todo el tiempo he tenido la prueba!
– Es una teoría interesante -admitió Sano-. El casero de Choyei dijo que había oído a un hombre en la habitación donde murió el vendedor; la voz de la dama Miyagi pudo haberlo llevado a engaño. Pero no la tenemos ubicada en la escena del atentado con daga. Podría haber envenenado la tinta, pero no hay pruebas de que lo hiciera. Además, ¿cuál es su móvil?
– Vamos a ver si puedo identificar a la dama Miyagi como la mujer que vi -suplicó Hirata-. La Rata debió de descubrir que era cliente de Choyei y trató de chantajearla. Probablemente la dama pretendiera matarlo como hizo con el vendedor. Seguramente le salvé la vida al llegar justo en aquel momento. -Hirata hizo una reverencia-. Por favor, sosakan-sama, antes de que decidáis que Ichiteru es culpable, dadme una oportunidad de demostrar que estoy en lo cierto. ¡Permitidme que interrogue a la dama Miyagi!
Para evitar una persecución en la dirección equivocada, Sano dijo:
– Hoy Reiko ha ido a ver a los Miyagi. Veamos si ha descubierto algo. -Entró en el pasillo, donde salió a recibirlo un criado-. ¿Dónde está mi esposa?
– No está en casa, mi señor. Pero os ha dejado esto.
El sirviente le mostró una carta sellada.
Sano la abrió y leyó en voz alta:
De repente, la idea de investigar a la esposa del daimio no parecía tan descabellada. Si había alguna posibilidad de que fuera la asesina, Sano no quería que Reiko viajase con ella a algún punto remoto, ni siquiera con una guardia armada.
– Supongo que Ichiteru puede esperar un poco más -dijo Sano-. Trataremos de alcanzar a Reiko y a los Miyagi antes de que salgan de la ciudad.
En un estruendo de cascos, Hirata y Sano llegaron a las puertas de la mansión de los Miyagi. Sano echó un vistazo ansioso en las dos direcciones de la calle.
– No veo el palanquín de Reiko -dijo-, ni a sus escoltas.
Empezó a creer en contra de su voluntad que Hirata tenía razón: la dama Miyagi era la asesina que buscaban. Y Reiko, que no estaba al corriente de lo que Danzaemon le había contado, pensaba que el culpable era el caballero Miyagi. A Sano se le encogió el corazón de preocupación.
– Calmaos -lo tranquilizó Hirata-. La encontraremos.
Sano saltó de su caballo y se acercó a los dos centinelas.
– ¿Dónde está mi esposa? -preguntó, agarrando la armadura de uno de los hombres.
– ¿Qué os habéis creído? ¡Soltadme! -El guardia le dio un empujón; el otro lo inmovilizó con los brazos. Hirata se apresuró a explicar:
– La esposa del sosakan-sama tenía que ir a la villa con el caballero y la dama Miyagi. Queremos hablar con ellos. ¿Dónde están?
A la mención del título de Sano, los dos guardias se envararon y dieron un paso atrás, pero no respondieron.
– Vamos a entrar -le dijo Sano a Hirata.
Los guardias bloquearon las puertas con expresión temerosa pero obstinada. Su rebeldía alarmó a Sano: algo iba mal.
– No hay nadie en casa -dijo uno de ellos-. Se han ido todos.
Presa de un miedo sobrecogedor a que algo le hubiera pasado a Reiko en la casa, Sano desenvainó su espada.
– ¡Apartaos!