– Reiko -susurró.
Después corría y salía de la mansión dando tumbos, apoyado en Hirata.
38
Sobre las colinas que se alzaban al oeste de Edo, un tapiz de nubes doradas se tejía de lado a lado en un cielo en llamas y atrapaba en sus redes el radiante orbe carmesí del sol poniente. Las distantes montañas eran imprecisos picos de color lavanda. En la llanura de abajo, las luces de la ciudad titilaban tras un velo de humo. La gran curva del río centelleaba como cobre fundido. El eco de las campanas de los templos resonaba por todo el paisaje. En el este, se alzaba la luna llena, inmensa y luminosa; un espejo con la imagen de la diosa lunar bosquejada en sombra sobre su cara.
La casa de verano de los Miyagi ocupaba una abrupta ladera apartada de la vía principal. Un estrecho camino de polvo atravesaba el bosque hasta la villa, dos pisos de madera y yeso cubiertos de enredaderas. Una espesa arboleda casi ocultaba el tejado. Había faroles encendidos en los establos y en las dependencias del servicio, pero el resto de las ventanas mostraba sus postigos lisos y ciegos al crepúsculo. A excepción de las canciones nocturnas de los pájaros y el viento que mecía las hojas secas, la villa estaba sumergida en el silencio. Por detrás, el terreno ascendía entre más bosques hasta un promontorio pelado. En la cima se alzaba un pequeño pabellón. En él estaban el caballero Miyagi, su esposa y Reiko, con una vista perfecta de la luna.
La celosía del fondo y los laterales del pabellón los escudaban del viento; los braseros de carbón bajo el suelo de tatami los calentaban. Una linterna iluminaba las mesitas individuales equipadas con recado de escribir. Había viandas en una mesa. Sobre un pedestal de teca estaban las tradicionales ofrendas a la luna: bolas de arroz, soja, caquis, incensarios humeantes y un jarrón de hierbas otoñales.
El caballero Miyagi cogió un pincel y se lo ofreció a Reiko con gesto provocador.
– ¿Compondréis vos el primer poema en honor de la luna, querida?
– Gracias, pero aún no estoy lista para escribir. -Con una sonrisa nerviosa, Reiko quería apartarse del caballero Miyagi, pero tenía a su mujer pegada al otro lado-. Necesito más tiempo para pensar.
La verdad era que estaba demasiado asustada para centrar su mente en la poesía. Durante la travesía desde Edo, la presencia de los porteadores de su palanquín, los guardias y los dos detectives había mitigado el miedo que le inspiraba el caballero Miyagi. Pero no había previsto que el mirador estaría tan apartado de la villa, donde en aquel momento la esperaban sus escoltas. Había tenido que dejarlos atrás porque ordenarles que montaran guardia para protegerla habría despertado las sospechas del daimio. Atrapada entre el asesino y su esposa, Reiko se tragó su creciente pánico. Sólo pensar en la daga oculta bajo su manga le daba algo de tranquilidad.
La dama Miyagi se rió, un bronco graznido teñido de emoción.
– No atosigues a nuestra invitada, primo. La luna ni siquiera ha empezado a acercarse a su plena belleza. -Parecía haber sufrido una extraña alteración desde esa mañana. Sus mejillas planas estaban coloradas y la remilgada línea de su boca temblaba. Sus ojos reflejaban imágenes en miniatura de la lámpara, y su infatigable energía llenaba el pabellón. Jugueteando con un pincel, le dijo a Reiko-: Tomaos todo el tiempo que necesitéis.
¡Qué loca patética, obtener placeres indirectos fomentando el interés de su marido en otra mujer! Reiko ocultó su asco y dio las gracias a su anfitriona con educación.
– Tal vez os apetezca un pequeño refrigerio para fortificar vuestro talento creativo -sugirió el caballero Miyagi.
– Sí, por favor. -Reiko tragó saliva con fuerza.
La idea de comer en presencia de los Miyagi le provocó otro acceso de náusea. Aceptó a regañadientes el té y una tarta dulce y redonda, con una yema de huevo horneada dentro para simbolizar la luna. Una sensación de encarcelamiento vino a agravar su incomodidad. Sentía que la noche se cerraba y borraba el sendero que por la pendiente boscosa llevaba de vuelta hasta sus protectores. Desde el pabellón arrancaba un angosto camino de grava. Más allá, el terreno caía abruptamente hasta la ribera pedregosa de un arroyo. A Reiko le llegaba el sonido de una corriente de agua. No parecía haber escapatoria si no era precipicio abajo.
Reiko se armó de aplomo como pudo, despedazando la tarta lunar en su plato, y se dirigió a su anfitrión:
– Os ruego que escribáis vos el primer poema, mi señor, para que pueda seguir vuestro superior ejemplo.
El caballero Miyagi se regodeó en su elogio. Contempló el panorama, entintó el pincel y escribió. Lo leyó en voz alta: