Dirigió una mirada sugerente a Reiko, que a duras penas logró ocultar su repugnancia. El daimio tergiversaba el ritual de la luna en beneficio propio, y la invitaba con descaro a que sustituyese a la amante que había matado.
– Un poema brillante -dijo la dama Miyagi, aunque su alabanza parecía forzada. En sus ojos brillaba un fulgor febril. Reiko hizo caso omiso de la insinuación del daimio y aprovechó la ligera oportunidad que le ofrecían sus versos.
– Hablando del frío, ayer fui al templo de Zojo y casi me congelo. ¿Vos salisteis, también?
– Nos pasamos el día entero a solas en casa, juntos -respondió la dama Miyagi.
A Reiko no la sorprendía que le proporcionase a su marido una coartada para el momento de la muerte de Choyei. Sin embargo, el caballero Miyagi dijo:
– Yo sí salí un momento. Cuando volví, no estabas. Me habías dejado solo -añadió con fastidio-. Tardaste un siglo en volver.
– Oh, te equivocas, primo -replicó la dama Miyagi con una nota de advertencia en la voz-. Estaba ocupada en las dependencias de los criados. Si hubieses buscado mejor, me habrías encontrado. Nunca salgo de casa.
Reiko escondió su alborozo. Si el daimio era lo bastante estúpido para contradecir su coartada, entonces resultaría fácil sonsacarle una confesión. Reiko escogió un rábano en vinagre de la mesa de las viandas y le dio un bocado. Su acidez le llenó la boca de saliva; se imaginó el veneno y estuvo a punto de vomitar al tragárselo.
– Es delicioso. ¡Y pensar en lo que ha tenido que viajar para llegar a esta mesa! De pequeña, mi niñera me llevaba a ver las gabarras de verduras al muelle de Daikon. Es un sitio muy interesante. ¿Habéis estado allí?
La dama Miyagi la atajó con brusquedad.
– Lamento decir que ninguno de los dos ha tenido jamás ese placer.
El daimio había abierto la boca para hablar, pero ella lo hizo callar con una mirada. Parecía confuso, pero luego se encogió de hombros. Era evidente que había estado en el muelle de Daikon. Segura de que él había apuñalado a Choyei, Reiko reprimió una sonrisa.
– ¿Por qué no intentáis escribir ahora un poema? -le invitó la dama Miyagi.
¡Qué lamentables ardides para evitar que su marido hiciese comentarios incriminatorios susceptibles de llegar a oídos del sosakan-sama del sogún! Reiko alteró un tema clásico en su propio beneficio. Escribió unos cuantos caracteres y leyó:
Antes de que pudiera seguir interrogando al caballero Miyagi, el daimio, inspirado por sus versos, recitó:
Su crudo simbolismo sexual y su obsesión morbosa con la muerte horrorizaban a Reiko. Alejándose en su fuero interno del caballero Miyagi, le dijo:
– Asakusa es uno de mis lugares favoritos, sobre todo en el Día Cuarenta y Seis Mil. ¿Fuisteis allí este año?
– Hay demasiada aglomeración para nosotros -respondió la dama Miyagi. Aunque sus constantes intromisiones molestaban a Reiko, daba gracias por la compañía de la dama, ya que a buen seguro el daimio no se atrevería a hacerle daño delante de su esposa-. Nunca vamos a Asakusa en las fiestas importantes.
– Pero este año hicimos una excepción, ¿no te acuerdas? -dijo el caballero Miyagi-. A mí me dolían los huesos, y tú pensaste que el humo curativo de la cuba de incienso de delante del templo de Kannon me ayudaría. -Soltó una risilla-. De verdad que estás perdiendo la memoria, prima.
Exultante de que él mismo se hubiera ubicado en Asakusa el día del atentado a la dama Harume, Reiko se dispuso a establecer su presencia en las inmediaciones de la concubina.
– Los alquequenjes del mercado eran espléndidos. ¿Los visteis?
– Por desgracia, mi mala salud no me permitió ese placer -dijo el daimio-. Descansé en el templo del jardín y dejé que mi mujer disfrutara a solas de las vistas.
La irritación de la dama Miyagi era evidente.