Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Con gran desilusión, Reiko se dio cuenta de que ella, que creía en el poder de las mujeres, había infravalorado a la esposa del daimio. El ansia de la dama Miyagi por proteger a su marido era equivalente a la determinación de Reiko de compartir el trabajo de su esposo. Sano la había considerado una mera esclava de su marido y no una auténtica sospechosa; como una boba insensata, Reiko había seguido su ejemplo. Había subestimado a la dama Miyagi por vieja y débil, incapaz de violencia o asesinato. En ese momento, Reiko deploraba su estupidez. Había atribuido correctamente la culpa de los asesinatos a la casa de los Miyagi, pero había fallado al identificar al responsable real. Había tomado la manía homicida de la dama Miyagi por excitación sexual, pasando por alto las pruebas aportadas por su comportamiento. Incluso el poema, una confesión escalofriante y oblicua, se le había escapado. Las costumbres sociales la habían cegado tanto como a Sano.

– ¡Socorro! -gritó Reiko. En ese momento, recibiría de buen grado la protección de un hombre-. ¡Detective Fujisawa, detective Ota, socorro!

La dama Miyagi rió entre jadeos mientras arañaba y daba patadas y puñetazos. Le tiró a Reiko del pelo, y agujas y peinetas saltaron por los aires.

– Gritad todo lo que queráis. No vendrán.

Sujetó la barbilla de Reiko con una mano y la hizo retroceder a la fuerza. Reiko pugnó por liberarse, pero la dama Miyagi poseía la fuerza sobrenatural de la locura. La mantuvo pegada al suelo con las rodillas. Se sacó una daga de debajo de la ropa y acercó el filo a la cara de Reiko, tocándole los labios.

Reiko se puso rígida de inmediato y dejó de forcejear. Fascinada por la hoja de acero afilado, era incapaz de respirar. Se imaginó a las dos concubinas, sacrificadas como animales, y sintió que su espíritu entero retrocedía del filo capaz de derramar su sangre. El único momento en que había afrontado un peligro semejante fue durante la remota batalla a espada en Nihonbashi. En aquel momento se había sentido invencible: era tan joven, tan insensata. La asaltó la terrible conciencia de su propia mortalidad. Anhelando la presencia de Sano, lamentó con amargura el error de estar a solas con una asesina. Pero Sano estaba lejos, en Edo; el arrepentimiento no iba a salvarla.

Se obligó a mirar más allá de la daga de la dama Miyagi, que estaba de rodillas sobre ella, con la cara tan cerca de la suya que Reiko distinguía los bordes mellados de sus dientes rotos y las venas rojas que inyectaban en sangre sus ojos cargados de odio.

– Por favor, no me hagáis daño. -A pesar de sus esfuerzos por sonar valiente, la voz de Reiko brotó en un susurro lloroso-. No le diré a nadie lo que hicisteis, lo prometo.

El caballero Miyagi lloraba.

– ¿Ves?, quiere cooperar. Suéltala. Podemos irnos todos a casa y olvidarnos de lo sucedido.

– No creas sus mentiras, queridísimo primo. -La ternura suavizó por un momento la voz de la dama Miyagi al dirigirse a su marido-. Confía en mí, que yo me encargo de todo, como siempre.

Indinó el cuchillo hacia abajo, hasta tenerlo sobre la garganta de Reiko.

– Por favor, suéltala. Tengo miedo -gimió el daimio. O bien su fascinación por la muerte había sido una pose, o no había presenciado nunca el espectáculo de la violencia real-. No quiero problemas.

– Le he dicho a mi marido adónde iba -dijo Reiko, desesperada por echar mano de su arma inaccesible-. Tal vez os libréis de haber matado a Harume y a Choyei, pero conmigo no os resultará tan fácil.

La dama Miyagi soltó una carcajada.

– Ah, pero si no pienso mataros, dama Sano. -Se apartó a un lado de Reiko sin retirar el cuchillo-. Vos lo haréis por mí.

Se enrolló un grueso mechón del pelo de Reiko en la mano libre y se puso en pie. Reiko sintió el tirón hacia arriba y gritó por el dolor que se extendía por todo su cuero cabelludo. Se puso de pie, tambaleándose. La dama Miyagi la tenía bien sujeta; el cuchillo le raspaba la garganta.

– Estabais tan fascinada por la luna -dijo la esposa del daimio-, que decidisteis dar un paseo por el precipicio. Jadeando, obligó a Reiko a avanzar por encima de la comida y los poemas, por delante del encogido caballero Miyagi-. Tropezasteis y caísteis a vuestra muerte.

– ¡No! -Un nuevo horror debilitó a Reiko-. Mi marido nunca se lo creerá.

– Oh, sí que se lo creerá. -La voz de la dama Miyagi reflejaba una implacable determinación. Empujó a Reiko por los escalones del pabellón y salieron a la inmensa noche batida por el viento-. Es una tragedia, pero estas cosas pasan. ¡Moveos!

<p>39</p>

– ¡No tendría que haber dejado que Reiko se acercara a los Miyagi! -gritó Sano por encima del estruendo de cascos de su caballo.

– Pero no teníais forma de saber que esto iba a pasar -le contestó Hirata a voces.

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