– ¿Qué vendedor? ¿Cómo puedes atribuirle tan maliciosas intenciones a esta dulce y joven dama? Suéltala de inmediato. -Se inclinó hacia ellas y tiró de los dedos de su esposa-. ¿Por qué íbamos a necesitar protección? Yo no cometí todos esos horrores. Nunca he matado a nadie.
– No -dijo la dama Miyagi con voz llena de queda amenaza-. Tú, no.
De repente la verdad golpeó a Reiko como un puñetazo en el estómago. Las coartadas desbaratadas no incriminaban tan sólo al caballero Miyagi. La intención de su mujer había sido protegerse también ella.
– Vos sois la asesina -exclamó Reiko.
La dama Miyagi rió con sorna, un grave gruñido en las profundidades de su garganta.
– Si os ha hecho falta tanto tiempo para imaginároslo, es que no sois tan lista como os creéis.
– ¡Prima! -Cuando el caballero Miyagi cobró conciencia de la situación, cayó de rodillas. Su cara pareció desmoronarse: la carne blanda se hundía en torno a los agujeros de su boca abierta y a sus horrorizados ojos-. ¿Tú mataste a Harume? Pero ¿por qué?
– No importa -dijo con aspereza la dama Miyagi-. Harume ya no tiene importancia. Ahora el problema es ésta. Sabe demasiado. -Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa dedicada a Reiko-. ¿Sabéis?, en realidad estoy bastante contenta de que seáis una espía. Ahora siento que lo que he planeado todo este tiempo está todavía más justificado.
– ¿Qué… qué es? -Todavía aturdida por su descubrimiento, Reiko se encogió ante la hostilidad que goteaba de la voz de la dama Miyagi.
– No os he dejado venir para que pudierais robarme el afecto de mi marido. No, os he traído aquí porque vi la ocasión perfecta para que salgáis de nuestra vida para siempre. Igual que hice con sus dos concubinas.
El caballero Miyagi se quedó boquiabierto.
– ¿Copo de nieve? ¿Gorrión? ¿Qué les has hecho?
– Están muertas. -La dama Miyagi asintió con petulante satisfacción-. Las até y las degollé.
A Reiko la asaltó el horror como un torrente enfermizo. Al ver la furia maníaca en los ojos de su anfitriona, lamentó haber derrochado su miedo en la persona equivocada. El daimio era inocente e inofensivo. El peligro real residía en la mujer a la que Reiko había descartado como mera sombra insignificante. Ahora anhelaba empuñar el cuchillo que llevaba atado a su brazo izquierdo, pero la dama Miyagi mantenía inmovilizada su mano derecha. No podía llegar al arma escondida.
– Pero ¿por qué, prima, por qué? -dijo el caballero Miyagi. Blanco de asombro, contemplaba a su esposa-. ¿Cómo pudiste matar a mis chicas? Nunca hicieron nada para ofenderte. No será… ¿No será que estás celosa? -Su voz se alzó con la incredulidad-. No eran más que diversiones inofensivas, como el resto de mis mujeres.
– A mí no me engañaron -espetó la dama Miyagi-. Podrían haberte apartado de mí y echarlo todo a perder. Pero me he librado de ellas. Y ahora voy a asegurarme de que ésta tampoco se interponga entre nosotros.
La urgencia de su demente resolución debía de haberse acumulado con rapidez en el interior de la dama Miyagi desde la muerte de Harume, conduciéndola a matar una y otra vez. El súbito pánico dotó de fuerza al cuerpo de Reiko. ¡Esa mujer pretendía asesinarla también a ella! Se liberó de sus garras, se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia la entrada del pabellón. Pero la dama Miyagi la cogió del extremo de su faja y la volteó con un tirón. Agarró a Reiko por el tobillo. Esta perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la mesa. La comida y la vajilla salieron disparadas. Mientras el golpe le inundaba la espalda de dolor, la dama Miyagi se le puso encima de un salto.
– Copo de Nieve, Gorrión -gemía el daimio, acurrucado en un rincón-. No, no… Prima, has perdido la cabeza. Detente, por favor. ¡Detente!
Reiko trató de quitarse de encima a la esposa del daimio, pero tenía los brazos atrapados en los voluminosos pliegues de su quimono y las piernas inmovilizadas entre las de ella. No llegaba a la daga. Se agitó con impotencia mientras su adversaria intentaba cerrar las manos alrededor de su garganta. Estrelló con fuerza su frente contra la cara de la dama Miyagi y sintió el choque violento del hueso contra el hueso. Por un instante, lo vio todo negro. La dama Miyagi aulló y se retiró. Reiko se enderezó, pero la esposa del daimio se recuperó antes de que pudiera aferrar el cuchillo. Chorreando sangre por la boca, con los incisivos rotos a la altura de las encías, arremetió contra Reiko con ojos enloquecidos. Se estrellaron juntas contra la celosía y la redujeron a astillas. Una ráfaga de aire frío entró en el pabellón.
– Prima, detente -imploró el caballero Miyagi.