– Nos estamos alejando del propósito de este viaje. -Dio vueltas y más vueltas a su pincel entre las manos; su olor almizcleño creció en intensidad, como si lo avivara el calor de su cuerpo-. Compongamos otro poema. Esta vez empezaré yo.
El cielo se había oscurecido, sumergiendo la ciudad en la noche; las estrellas brillaban como gemas que flotaran en el resplandor difuso de la luna. Inspirada por el mito de dos constelaciones que se cruzaban una vez al año en otoño, Reiko garabateó un verso:
El caballero Miyagi dijo:
La mano fría del miedo se cerró sobre el corazón de Reiko al sopesar el significado de sus palabras. Estaba segura de sentarse al lado de un asesino que representaba las perversas fantasías implícitas.
– El amor prohibido es muy romántico -dijo ella-. Vuestro poema me recuerda un rumor que oí sobre la dama Harume.
– El castillo de Edo está lleno de rumores -dijo acerbamente la dama Miyagi-, y muy pocos son ciertos.
El caballero Miyagi no le prestó atención.
– ¿Qué oísteis?
– Harume se veía con un hombre en una posada de Asakusa. -Al ver un destello de preocupación en sus ojos húmedos, Reiko mantuvo su expresión de inocencia-. Qué osada fue al hacer una cosa así.
– Sí… -murmuró el daimio, como si hablara para sus adentros-. Los amantes en tales situaciones se exponen a consecuencias funestas. Qué suerte ha tenido él de que el peligro haya pasado.
Reiko apenas podía contener su emoción.
– ¿Creéis que el amante de Harume la mató para mantener en secreto su relación? También he oído que ella vivía otro romance -improvisó, preguntándose si Sano habría localizado al amante misterioso y deseando que pudiera ver lo bien que le iba su interrogatorio-. Se la estaba jugando de verdad, ¿no os parece?
«¿Los espiasteis, caballero Miyagi? -Reiko deseaba preguntar sin ambages-. ¿Estabais celoso? ¿Por eso la matasteis?»
– ¿Qué importancia tiene lo que hiciera Harume, ahora que está muerta? De verdad, este tema me parece repugnante -espetó la dama Miyagi.
– Es natural interesarse por los conocidos de uno -dijo el caballero con suavidad.
– No sabía que conocierais a Harume -mintió Reiko-. Decidme, ¿qué pensabais de ella?
Los ojos del daimio se enturbiaron al hacer memoria.
– Ella…
– Primo -dijo entre dientes la dama Miyagi, con una mirada fulminante.
El daimio pareció caer en la cuenta de la locura que era hablar de su amada asesinada.
– Todo forma parte del pasado. Harume está muerta. -Recorrió a Reiko con su mirada aceitosa-. Mientras que vos y yo estamos vivos.
– Esta mañana habéis dicho que Harume flirteaba con el peligro e invitaba al asesinato -insistió Reiko, decidida a concluir su causa contra el caballero Miyagi. Tenía la declaración que lo situaba en la escena del crimen; necesitaba la confesión-. ¿Fuisteis vos quien le dio lo que se merecía?
En el mismo momento en que lo decía, supo que había ido excesivamente lejos. Al ver la expresión anonadada del caballero Miyagi, esperó que fuera demasiado lento para darse cuenta de que prácticamente lo había acusado de asesinato. Entonces la dama Miyagi la agarró por la muñeca. Con una exclamación de sorpresa, Reiko se volvió hacia su anfitriona.
– En realidad no habéis venido aquí a ver la luna, ¿verdad? -dijo la dama Miyagi-. Trabasteis amistad con nosotros para poder espiarnos por orden del sosakan-sama. ¡Estáis tratando de cargarle el asesinato de Harume a mi marido! ¡Queréis destruirnos!
Su rostro había experimentado una asombrosa transformación. Sobre sus ojos llameantes, las arrugas trazaban muescas profundas en su ceño. Bufaba y mostraba los dientes negros en un gruñido. Reiko la miró atónita. Era como el punto álgido de un drama
– No, no es verdad. -Reiko trató de zafarse de ella, pero las uñas de la dama Miyagi se le hundían en la carne-. ¡Soltadme!
– Prima, ¿de qué hablas? -lloriqueó el caballero Miyagi-. ¿Por qué tratas de este modo a nuestra invitada?
– ¿No ves que intenta demostrar que tú envenenaste a Harume y apuñalaste al vendedor de drogas del muelle de Daikon? Y contigo no hay manera de protegerse. ¡Has caído en la trampa!
El daimio sacudió la cabeza, aturdido.