Nadie más habló. Nadie se movió. Tan sólo el viento y el correr del agua perturbaban el silencio. La gran rueda de los cielos parecía haberse detenido, frenando a la luna y a las estrellas en sus caminos celestiales. Enloquecida por los celos, la dama Miyagi al parecer quería salvar a su marido, pero no sin asegurar la posición que ella ocupaba en su vida. Quizá también necesitaba castigarlo por su imaginaria traición. Sano sentía que la noche se extendía, vasta y terrible como el punto muerto al que habían llegado las negociaciones. La desesperación lo abrumaba.
Entonces se oyeron unos crujidos procedentes del bosque. Un hombre apareció por detrás de Reiko y la dama Miyagi. Llevaba un quimono sucio y una lanza en la mano.
– Teniente Kushida. -El asombro aquietó la exclamación de Sano. Vio que Hirata se enervaba con la sorpresa, y oyó que el daimio profería un gruñido. La dama Miyagi se volvió un poco, mirando a todas partes en un intento de observar a todo el mundo a la vez.
– Él debía de ser el que nos seguía por el bosque -dijo Hirata-. ¿Qué hace aquí?
El teniente hizo caso omiso de Sano, Hirata, Reiko y el caballero Miyagi. Señaló a la esposa del daimio con la lanza y gritó:
– ¡Asesina! -Su cara de mono estaba manchada de polvo; el pelo enmarañado le flotaba suelto por los hombros-. He perseguido día y noche al asesino de mi amada Harume. Al fin te he encontrado. ¡Ahora vengaré su muerte, aplacaré su espíritu y reclamaré mi honor!
Por fin Sano entendía el motivo de que Kushida hubiese ido al muelle de Daikon. Había rastreado a Choyei y lo había obligado a revelarle la identidad del cliente que había comprado el veneno para flechas. Era el hombre al que el casero había oído en la habitación de Choyei. Después había acechado a la dama Miyagi. Antes de que Sano pudiera reaccionar, el teniente se abalanzó hacia las mujeres. La dama Miyagi chilló y, dando un traspié, se situó a un lado por el camino que llevaba al pabellón. El filo de la lanza le atravesó una de las mangas. Con una maldición, el teniente Kushida atacó de nuevo. Cuando la dama Miyagi asestó un golpe de su daga en un intento de defenderse, Reiko se liberó. Avanzó tambaleándose por el sendero, tratando de esquivar las fieras acometidas de Kushida. Cuando Sano corrió en su ayuda, el asta de la lanza lo golpeó en el hombro.
Hirata apartó al caballero Miyagi de un empujón. Desenvainó la espada y cargó contra el teniente.
– Yo me encargo de él, sosakan-sama. Salvad a Reiko.
Entre estocadas e intentos de esquivar sus ataques, alejó a Kushida colina abajo. Sano se acercó a Reiko, pero la dama Miyagi le hizo un corte en el brazo con el cuchillo.
– ¡Apartaos! -chilló.
Sano desenvainó la espada y golpeó la hoja de la dama Miyagi. Reiko sacó el arma de su manga y se unió a la batalla. Entonces Sano sintió que se le acercaba alguien por la espalda. Se volvió y vio al caballero Miyagi blandiendo una espada.
– No permitiré que le hagáis daño a mi mujer. -Con las facciones colgantes tensadas por el miedo, lanzó un torpe golpe hacia Sano.
Sano lo esquivó. Acometió con su espada la hoja del daimio, más con la intención de someter que de matar.
– No podéis ganar, caballero Miyagi. Rendíos.
Reiko asestó un tajo a la dama Miyagi, que lo paró. Sus esbeltas hojas chocaron con un dulce tintineo de acero. Girando y fintando al borde del abismo, entre ropajes y cabelleras ondeantes, se enzarzaron en un baile de violenta gracilidad. Reiko combatía con la habilidad que da la práctica, la dama Miyagi con implacable ferocidad. De la parte baja de la colina, Sano oía que el teniente Kushida le gritaba a Hirata:
– Dejadme en paz. Tengo que vengar la muerte de la dama Harume. Sólo así conoceré la paz.
El caballero Miyagi se afanaba contra la superior destreza de Sano. Su afligido rostro estaba empapado en sudor. Una vida entera de hedonismo lo había preparado poco para el combate. En un momento, Sano le había arrebatado la espada de las manos. Impotente, se acurrucó en el suelo. Miró a su mujer, cuyas vestiduras pendían en retazos ensangrentados allí donde Reiko la había cortado. Exhaló un quejido. Sano se imaginaba su visión de una vida sin una esclava devota; cárcel, exilio o confiscación de las propiedades familiares como castigo por los crímenes de su mujer. Entonces alzó las manos en señal de rendición.
– Acepto la derrota -dijo con tranquila dignidad-. Os ruego que me concedáis el privilegio del haraquiri.
El daimio desenvainó su espada corta y la aferró con manos temblorosas con la punta hacia el abdomen. Cerró los ojos y murmuró una oración. O estaba tomando la salida cobarde de una situación difícil, o le quedaba algún vestigio de honor samurái. Después tomó aliento en profundidad. Con un grito ensordecedor, se clavó la espada.
– ¡Primo! -La dama Miyagi se acercó corriendo y se arrodilló junto a su marido, que se debatía y gemía en la agonía de la muerte. Soltó la daga y acarició el rostro del daimio con las manos ensangrentadas.