El caballero se retorció en un espasmo. Alzó la vista hacia su mujer y sus labios articularon unas palabras ininteligibles. Después quedó flácido entre sus brazos.
– Oh, no. Mi amor. ¡No! -Unos sollozos asfixiados sacudieron el cuerpo de la dama Miyagi.
Jadeando exhausta, Reiko se unió a Sano. Este se aprestó a agacharse para recoger el arma de la asesina, aunque no creía que ya fuera a resistirse al arresto. Pero la dama estiró el brazo y aferró la daga, con la que lo apuntó. El dolor le deformaba las facciones; tenía la cara lívida de furia, surcada de sangre y de lágrimas.
– Habéis destruido a mi marido -susurró-. Pagaréis por esto.
Sano alzó la espada. Pero, en vez de atacarlo, la dama Miyagi asaltó a Reiko.
– Me habéis quitado a mi amado -gritó-. ¡Ahora yo os quitaré a la vuestra!
Desprevenida, Reiko esquivó demasiado tarde; el filo erró su corazón, pero le cortó en el hombro. Después volvían a combatir, Reiko de espaldas al precipicio y la dama Miyagi entre ella y Sano. Éste envainó la espada y la agarró por detrás, cerrando las manos sobre las de ella en la empuñadura de su daga. Mientras manoteaban para controlar el arma, la dama Miyagi se derrumbó hacia delante encima de Reiko. Sano cayó con ella. Aterrizaron en el borde del abismo, con las cabezas asomadas al espacio vacío.
Reiko gritó y le rajó la cara a la dama Miyagi con el cuchillo. La mujer del daimio aulló. Sano le arrancó el arma de las manos. Al mismo tiempo, ella dio una sacudida y lo dejó libre. Entonces Reiko le asestó un tremendo empujón. Como una acróbata en un número callejero, la dama Miyagi salió disparada con los tobillos sobre la cabeza. Dando salvajes zarpazos hacia Reiko, voló por el aire sobre el precipicio y pareció quedarse allí suspendida durante un momento. Sano se arrojó encima de Reiko para sujetarla. Entonces la dama Miyagi desapareció de su vista precipicio abajo. La siguió un agudo chillido. Se oyeron golpes cada vez más lejanos a medida que su cuerpo topaba con las rocas. Después, el silencio.
Sano ayudó a Reiko a ponerse de pie. Contemplaron el abismo abrazados con fuerza. La luna resplandecía débilmente sobre las vestiduras de la dama Miyagi. Estaba inmóvil.
Hirata corrió hacia ellos con la lanza del teniente Kushida y su propia espada en las manos. Sangraba de cortes en las manos, los brazos y la cara.
– Kushida está herido, pero sobrevivirá. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Estáis bien?
Sano se lo explicó. De repente él, Reiko e Hirata estaban enlazados en un fortísimo abrazo, con las caras pegadas. Los sacudió una catarsis de llanto. Cuando su sangre y sus lágrimas se entremezclaron, Sano experimentó una satisfacción más profunda que la que jamás había sentido tras la resolución de un caso. Su mujer estaba a salvo y su camarada más querido había recobrado el honor. Todos habían desempeñado un papel crucial en la investigación. Su victoria compartida era infinitamente más dulce que las hazañas en solitario de su pasado.
– Despertemos a nuestros hombres y volvamos a casa -dijo, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas. Todavía abrazados, con Sano en el centro, emprendieron el camino colina abajo.
40
Tres días después de la muerte del caballero y la dama Miyagi, un capitán de la guardia escoltó al chambelán Yanagisawa a la cámara de audiencias privadas del sogún. Una bandera con los caracteres de confidencialidad impresos decoraba la entrada e indicaba que se estaba celebrando una reunión de naturaleza extremadamente secreta. En las puertas estaban apostados varios guardias, dispuestos a repeler a cualquier intruso.
– Os ruego que entréis, honorable chambelán -dijo su escolta-. Su excelencia os espera.
En algún lugar de la ciudad, por debajo del castillo de Edo, retumbaba un tambor funerario. Cuando los guardias abrieron la puerta, Yanagisawa tragó el sabor metálico del miedo. Su destino iba a decidirse allí y en ese momento.
En el interior de la cámara, Tokugawa Tsunayoshi estaba de rodillas sobre la tarima. En el suelo, a su izquierda, estaban la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko, codo con codo. La madre del sogún le lanzó una mirada furibunda y después volvió la cabeza con un bufido. Ryuko le dedicó una expresión de petulancia triunfal antes de bajar respetuosamente los ojos. Frente a ellos, en el lugar de honor, a la derecha del sogún, estaba el sosakan Sano, con expresión cuidadosamente neutra.
En Yanagisawa estalló un volcán de odio y celos. Ver al enemigo en su lugar habitual parecía la realización de su peor pesadilla: que Sano lo había sustituido como favorito de su señor. Yanagisawa quería clamar contra el ultraje, pero una descarnada manifestación de genio resultaría perjudicial para sus intereses. Su futuro dependía de su destreza para manejar la situación. Necesitaba permanecer absolutamente tranquilo. Se arrodilló frente a la tarima y le hizo una reverencia al sogún.