– ¡Samurái pomposo e ignorante! Darme órdenes a mí como si fuera una criada o una niña -masculló, henchida de rabia. Bajo su furia, yacía el sufrimiento sombrío del desengaño: qué infantil y alocado parecía su sueño de resolver crímenes y alcanzar la gloria-. ¡Mejor sería que me hubiese hecho el haraquiri antes que casarme!
Mientras caminaba, una cálida sensación de humedad se deslizó entre sus muslos. Pensando que le había llegado el periodo, se tanteó bajo las faldas. Su mano salió manchada de una secreción transparente y almizcleña: el fluido de la excitación, la respuesta involuntaria de su cuerpo a la confrontación con Sano. Se horrorizó al cobrar conciencia de una pesadez en el bajo vientre, del sordo y cálido latido entre sus piernas. Acuclillada en la galería, afrontó la suma de sus temores.
No temía las palizas, el castigo habitual a las mujeres indisciplinadas -el entrenamiento en artes marciales le había proporcionado una elevada tolerancia al dolor-, y sabía de manera instintiva que Sano no era del tipo de hombres que harían daño a una mujer en un momento de furia. Pero temía el acto sexual, un campo de batalla donde la naturaleza la había hecho vulnerable a la posesión del hombre. Y el deseo podía someterla al marido que ya la poseía, destruyendo su preciada independencia.
Aun así, la aterrorizaba que Sano se divorciara de ella. Si lo hacía, todos la culparían del fracaso de su matrimonio; ningún otro hombre la aceptaría. Ella y su familia padecerían una humillación pública. El espectro de un futuro sombrío como solterona caída en desgracia que vivía de la caridad de los parientes se cernía sobre Reiko. Y a pesar de la rabia que le daba la tiranía de Sano, no quería dejarlo. Quería experimentar los peligrosos placeres del amor. Cuerpo y espíritu lo anhelaban, aunque su pensamiento se encogiera ante la perspectiva de una vida de reclusión doméstica y aburrimiento.
Reiko observó el juego de la luna en ascenso sobre las ramas de un alto pino. De entre la maraña de emociones en conflicto había una que identificaba a la perfección: tenía que hacer que el matrimonio funcionase, pero con sus propias condiciones.
Entró en su estancia y se arrodilló frente al escritorio. Sobre él descansaban en un estante las espadas que había recuperado aquella tarde. Molió tinta, preparó una hoja y cogió su pincel. La desesperación reforzaba su determinación. Iba a probarle a Sano que una esposa podía ser detective. Iba a demostrarle que le convenía tenerla como partícipe de su trabajo en vez de como esclava glorificada del hogar. Haría que la amara por lo que era, no por su idea de lo que debería ser.
Llevándose la lengua a su diente mellado, Reiko empezó a redactar una lista de planes para sus indagaciones secretas sobre el asesinato de la dama Harume.
A solas, Sano decidió a regañadientes no salir en pos de Reiko: en su presente estado de furia, confusión y deseo insatisfecho, sólo conseguiría empeorar las cosas entre ellos. Acabó de comer, aunque la cena se había enfriado y había perdido el apetito. Cansinamente se levantó, fue a su habitación y se quitó la ropa. En el cuarto de baño se frotó, se aclaró, se sumergió en la bañera y después se envolvió en una bata de algodón. Recorrió el pasillo y dejó atrás la estancia donde había planeado pasar la primera noche con su esposa. En la puerta contigua, la pared de papel de la cámara privada de su mujer resplandecía a la luz de una lámpara. Sano se detuvo en el exterior.
La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.