Sano empezaba a enfadarse. Recordaba a su dócil madre cocinando los platos preferidos de su marido, llevando la casa para satisfacer sus necesidades sin pedir jamás nada para ella misma. En su mundo de samurái marcado por el servicio sin limites al régimen de Tokugawa, su propio hogar era el único dominio bajo su control absoluto. Ahora Sano notaba que ese control se le escapaba de las manos y su autoridad masculina se debilitaba frente al desafío de Reiko. El cansancio minaba su paciencia. Aunque lo último que quería era una pelea en su noche de bodas, la cólera se impuso.
– ¿Cómo osas llevarle la contraria a tu marido? -preguntó, arrojando los palillos-. ¿Cómo te atreves siquiera a sugerir que tú, una niña tonta y cabezota, puedes hacer algo mejor que yo?
– ¡Porque tengo razón!
De un salto, Reiko se puso en pie, con los ojos que echaban chispas de una furia no inferior a la de Sano. Se tanteó el incisivo mellado con la lengua; se llevó la mano al cinto como si buscara una espada. Aquella reacción agresiva y poco femenina indignó a Sano, a la vez que lo excitó profundamente. La furia convertía la delicada belleza de Reiko en el poder puro y femenino de una diosa. La rapidez de su respiración y el arrebol de sus mejillas sugerían la excitación sexual. A pesar del desagrado por su impertinencia, Sano admiraba su espíritu valeroso, aunque no la creyera capaz de investigar un asesinato, ni pretendiera dejarle socavar su masculinidad a base de réplicas. Apartó la bandeja de un manotazo y se levantó, lanzando una mirada furibunda a su joven esposa.
– Te ordeno que te quedes en casa, donde te corresponde, y no te entrometas en mi trabajo -dijo, aunque horrorizado por el vuelco de hostilidad que había dado su relación. Quería que los dos fuesen felices, y no iba a conseguirlo hiriendo los sentimientos de Reiko. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?-. Soy tu marido. Me obedecerás. ¡Y no hay más que hablar!
Reiko entrecerró los ojos con desprecio.
– ¿Y qué harás si desobedezco? -preguntó-. ¿Pegarme? ¿Mandarme de vuelta con mi padre? ¿O matarme? -De su garganta brotó una risa amarga-. Ojalá lo hicieras, porque lamento haberme casado contigo. ¡Prefiero morir que someterme a ti o a cualquier otro hombre!
Su rechazo se le clavó como una puñalada en el corazón. Herido y furioso, sentía una irresistible necesidad de afirmar su poder mediante la posesión física de su esposa. Su virilidad alcanzó la erección. Dio un paso adelante y la aferró por los hombros.
La rebeldía valiente de Reiko se desvaneció al momento. Se encogió ante la fuerza de Sano. Cernido sobre ella, notaba la fragilidad de sus huesos. Los ojos se le llenaron de terror, y él supo que no eran los golpes o la muerte lo que temía. Era la herida más cruel que un hombre podía infligirle a una mujer: el asalto personal a las partes más íntimas de su cuerpo. Pero, cuando se cruzaron sus miradas, Sano sintió en ella un apetito insondable por ese contacto íntimo y brutal; tenía los labios húmedos y respiraba de forma rápida y trabajosa. Ante Sano surgió una visión de los dos desnudos y entrelazados, resolviendo toda discusión en el primitivo rito del apareamiento. Y por la expresión de asombro en el rostro de Reiko, veía que ella también la compartía y deseaba que se hiciera realidad.
Lentamente, Sano alzó la mano y le tocó la suave mejilla. Por un largo y tenso momento, sus alientos se confundieron. De repente, Reiko se desasió de él y salió corriendo de la sala.
– ¡Reiko, espera! -gritó Sano.
Sus pasos veloces se alejaban por el pasillo. Se oyó un portazo. Presa de un caos de emociones, con el cuerpo aún rebosante de deseo, Sano se quedó paralizado, con las manos cerradas sobre el vacío que ella había dejado atrás.
En el santuario de su cámara privada, Reiko echó el pestillo y exhaló un trémulo suspiro. Notaba el corazón desbocado en el pecho; le temblaban los músculos. Con agitación febril, corrió hacia la puerta de la galería y salió.
Una luna asimétrica y marfileña derramaba una luz tenue sobre los árboles, las rocas y el pabellón del jardín. Cantaban los grillos; ladraban los perros. En algún lugar de la noche, los guardias patrullaban la finca y el castillo; pasos, ruido de cascos y voces bajas recorrían el aire nítido y frío que olía a escarcha y a humo de carbón. Reiko daba vueltas por la habitación en gélida soledad, tratando de poner en orden sus tumultuosos sentimientos.
¡Cómo odiaba a Sano por menospreciar sus deseos, por burlarse de su inteligencia y sus habilidades! Y qué enfadada estaba con ella misma por manejar tan mal la situación. Tendría que haberse tomado las cosas con más calma, hacerse la esposa sumisa y ganarse su afecto antes de abogar por su causa. Pero sentía que no habría supuesto ninguna diferencia. Sano era como todos los hombres, y había sido una insensata por pensar lo contrario.