– ¿Quién querría matar a la pobre Harume? -dijo Keisho-in con tono quejumbroso. Dio una calada a su pipa y una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco en el espeso maquillaje blanco-. Una niña tan dulce, tan encantadora y vivaracha. -Entonces recuperó sus maneras coquetas. Le dedicó a Hirata una sonrisa flanqueada de hoyuelos-. Harume me recordaba a mí misma de joven. Hubo un tiempo en que fui una gran belleza, la favorita de todos. -Suspiró-. Y Harume era igual. Muy popular. Cantaba y tocaba el samisén de maravilla. Sus bromas nos hacían reír a todas. Por eso la incluí entre mis doncellas. Sabía hacer feliz a la gente. Yo la quería como a una hija.
Sano miró a Chizuru. La otoshiyori tenía los labios apretados; exhaló aire una vez: era evidente que no compartía la visión que su señora tenía de la chica muerta.
– ¿Qué opinión os merecía la dama Harume? -le preguntó-. ¿Qué tipo de persona os parece que era?
– No me corresponde tener opiniones sobre las concubinas de su excelencia -contestó remilgadamente.
Sano notó que Chizuru podría hablarle largo y tendido de la dama Harume, pero no quería contradecir a su señora.
– ¿Tenía la dama Harume algún enemigo en palacio que quisiera verla muerta? -preguntó a las dos mujeres.
– Desde luego que no. -Keisho-in soltó una enfática bocanada de humo-. Todo el mundo la quería. Y aquí en el Interior Grande nos llevamos todas muy bien. Como hermanas.
Pero incluso las hermanas discutían, y Sano lo sabía. En el pasado, algunas peleas en el Interior Grande habían acabado en asesinato. Para afirmar que quinientas mujeres, apiñadas en un espacio tan reducido, convivían en completa armonía, Keisho-in tenía que ser tonta de remate o una mentirosa. Chizuru carraspeó y dijo en tono vacilante:
– Había desavenencias entre Harume y otra concubina. La dama Ichiteru. No se… entendían.
Keisho-in se quedó boquiabierta y mostró el hueco de sus dientes caídos de forma poco favorecedora.
– ¡No! ¡No sabía nada!
– ¿Por qué no se entendían la dama Ichiteru y la dama Harume? -preguntó Sano.
– Ichiteru es una dama de ilustre linaje -explicó Chizuru-. Es prima del emperador, de Kioto. -Allí era donde vivía modesta pero dignamente la familia imperial, aunque despojada de poder político y bajo el dominio total del régimen de los Tokugawa-. Antes de que Harume llegara al castillo de Edo hace ocho meses, la dama Ichiteru era la compañía favorita del honorable sogún…, al menos, entre las mujeres.
Con una nerviosa mirada a su señora, Chizuru se llevó una mano a la boca. La preferencia de Tokugawa Tsunayoshi por los hombres era del dominio público pero no, al parecer, un tema que se tratase en presencia de su madre.
– Pero cuando Harume llegó, sustituyó a la dama Ichiteru en el afecto del sogún -aventuró Sano.
Chizuru asintió.
– Su excelencia dejó de solicitar la compañía de Ichiteru por las noches y empezó a invitar a Harume a sus aposentos.
– A Ichiteru no tendría que haberle importado -terció la dama Keisho-in-. Mi pequeño tiene derecho a disfrutar de la mujer que desee. Y es su deber engendrar un heredero. Como Ichiteru fracasó a la hora de concebir un niño, hizo bien en probar con otra concubina. -Keisho-in soltó una risita, le guiñó el ojo a Hirata y añadió-: Una que fuera joven, descarada y fértil, como lo era yo cuando conocí a mi querido y difunto Iemitsu. Ya sabes de qué tipo de chica te hablo, ¿verdad, joven?
Una mancha roja brillante de bochorno se encendió en cada una de las mejillas de Hirata.
–
Moviendo la cabeza, Keisho-in desestimó la pregunta con un ademán de su pipa que salpicó de ceniza los cojines.
– Las criadas son personas de excelente carácter y disposición. Las entrevisté personalmente a todas antes de que se les permitiese trabajar en el Interior Grande. Ninguna habría atacado a una concubina favorecida.
Chizuru apretó la mandíbula y miró al suelo. Un hecho preocupante despuntó ante los ojos de Sano: la dama Keisho-in era ajena a lo que sucedía a su alrededor. La otoshiyori manejaba la administración del Interior Grande del mismo modo que el chambelán Yanagisawa dirigía el gobierno en lugar de Tokugawa Tsunayoshi. El hecho de que las dos cabezas del clan que regía Japón fueran tan débiles y necias -no parecía haber otro término mejor- no prometía nada bueno para la nación.
– A veces las personas no son lo que parecen -sugirió Sano-. Hay gente capaz de ocultar su auténtica naturaleza, hasta que pasa algo…
Chizuru se aferró al cabo que le tendían: era obvio que se debatía entre el temor a contradecir a la dama Keisho-in y el de mentirle al sosakan-sama del sogún.