Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Le presentó a Sano, que estudió a la otoshiyori con interés. Tenía algo menos de cincuenta años; el pelo, pulcramente apilado sobre su cabeza, estaba surcado de vetas blancas. Su quimono gris apagado vestía un cuerpo fuerte y musculoso, como el de un hombre. El rostro cuadrado de la señora Chizuru tenía también un aire masculino, recalcado por una barbilla partida, cejas gruesas y sin depilar, y una sombra de pelusa negra en el labio superior. Sano sabía que la tarea más importante de la otoshiyori era velar a las puertas del dormitorio de Tokugawa Tsunayoshi siempre que dormía con una concubina, para asegurarse de que ninguna mujer le arrancase favores durante sus momentos de vulnerabilidad. Como el resto de las funcionarias de palacio, en su momento debió de ser también concubina -probablemente del sogún anterior-, aunque su único atractivo femenino fuera la boca, exquisita como la de una cortesana de grabado. Contempló a Sano con los brazos cruzados y una mirada atrevida y desapasionada que cortaba de raíz cualquier insolencia.

– Todavía no podéis ver a la dama Keisho-in -anunció Chizuru. Tenía la voz grave, pero no desagradable-. Su excelencia está con ella en este momento.

– Esperaremos -dijo Sano. De modo que allí era adonde se había retirado el sogún-. También necesitamos hablar con vos.

Chizuru asintió, y apareció una pareja de sirvientas más jóvenes. Intercambiaron con su superiora una variante muda de comunicación: miradas oblicuas, asentimientos, un temblor de labio… En aquel territorio extraño, hasta el lenguaje era diferente. Después Chizuru les dijo a Sano y a Hirata:

– Asuntos urgentes reclaman mi atención. Pero en un momento estaré de vuelta. Esperadme aquí.

– Sí, mi ama -dijo Hirata por lo bajo mientras la otoshiyori, flanqueada por sus lugartenientes, se alejaba a grandes zancadas-. Si los hombres nos descuidamos, estas mujeres gobernarán el país algún día.

La otoshiyori había dejado entornada la puerta de la dama Keisho-in. La curiosidad fue más fuerte que Sano. Echó un vistazo rápido. En la habitación en penumbra, una linterna de techo formaba un nimbo de luz en torno a una mujer sentada sobre cojines de seda. Bajita y regordeta, llevaba una holgada bata de satén de reluciente dorado con olas azules estampadas. Una larga melena negra, sin asomo de gris, se derramaba por sus hombros, confiriéndole una apariencia sorprendentemente juvenil a sus sesenta y cuatro años. Sano no veía su cara, que estaba inclinada sobre el hombre postrado en sus rechonchos brazos.

Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, hundía la cara en los abundantes pechos de su madre. Sus ropajes negros oficiales le envolvían las rodillas dobladas; su coronilla rapada, sin el bonete negro de rigor, parecía vulnerable como la de una criatura. Farfullaba murmullos y gimoteos: «… tan asustado, tan infeliz… Siempre quieren cosas de mí… esperan que sea fuerte y sabio, como mi antecesor, Tokugawa Ieyasu… nunca sé qué decir o qué hacer… estúpido, débil, indigno de mi cargo…».

La dama Keisho-in le daba palmaditas en la cabeza, emitiendo arrullos tranquilizadores.

– Vamos, vamos, mi niño. -Su voz quebrada traicionaba la edad que en realidad tenía-. Aquí está mamá. Hará que todo vaya bien.

Tokugawa Tsunayoshi se relajó; sus gimoteos dieron paso a un ronroneo de satisfacción. La dama Keisho-in cogió la larga pipa de plata que estaba a su lado en una bandeja, chupó, tosió y se dirigió a su hijo en tono cariñoso.

– Para alcanzar la felicidad tienes que construir más templos, apoyar a los sacerdotes y celebrar más festivales sagrados.

– Pero madre, eso parece tan difícil… -gimió el sogún-. ¿Cómo voy a conseguirlo?

– Dale dinero al sacerdote Ryuko, y él se encargará de todo.

– ¿Qué pasa si el chambelán Yanagisawa o el Consejo de Ancianos se oponen? -La voz de Tokugawa Tsunayoshi vaciló al mencionar la desaprobación de sus subordinados.

– Les dices que tu decisión es la ley -dijo la dama Keisho-in.

– Sí, madre -suspiró el sogún.

Al oír la llegada de pasos por el corredor, Sano se apartó con prontitud de la puerta, violento y abatido por lo que había presenciado. Los rumores acerca de la influencia de Keisho-in sobre Tokugawa Tsunayoshi eran ciertos. Ella era una ferviente budista, dominada por el ambicioso y fatuo Ryuko, su sacerdote favorito y, según había oído Sano, su amante. Sin duda, Ryuko la había convencido de que le pidiese dinero al sogún. El que tuvieran tanto poder en sus manos suponía una grave amenaza para la estabilidad nacional. A lo largo de la historia, el clero budista había reclutado ejércitos para desafiar el dominio samurái. Y qué ironía que Tsunayoshi tuviese sirvientes para protegerle de concubinas poco escrupulosas, pero no de la mujer más peligrosa de todas.

Chizuru dobló la esquina, se acercó a la estancia de su señora y asomó la cabeza por la puerta. Tras alguna señal del interior de la cámara, se volvió y dijo:

– La dama Keisho-in os recibirá ahora.

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