Sano dirigió una mirada anhelante hacia su mansión, que albergaba la promesa de comida, un baño caliente y la compañía de su nueva esposa. ¿Con qué pasatiempos tranquilos y femeninos habría ocupado el tiempo desde su boda? Sano se la imaginaba bordando, escribiendo poesía o quizá tocando el samisén, un remanso de calma entre las muertes violentas y las intrigas palaciegas. Ansiaba adentrarse en él, conocer a Reiko por fin. Pero la noche descendía con rapidez sobre el castillo, y Sano no podía hacer esperar a la dama Keisho-in ni a su otoshiyori, ni retrasarse en informar al sogún de que no había epidemia porque a la dama Harume la habían asesinado.
Dejó su caballo al cuidado de los guardias y le dijo a Hirata:
– Será mejor que nos demos prisa.
Remontaron la colina por pasajes de paredes de piedra, dejando atrás patrullas de guardias con antorchas encendidas. Acostumbrados a ser cautelosos, no hablaron hasta haber superado el último puesto de control y estar cerca de palacio, cuyo tejado de muchos aleros lucía a la luz de la luna. En sus muros llameaban las antorchas, y había centinelas a las puertas. El jardín estaba desierto bajo la luz plateada. Allí, entre senderos de grava y árboles umbríos, Sano le contó a Hirata los resultados de la prueba del doctor Ito.
– Los habitantes y el personal del Interior Grande son sospechosos de asesinato -dijo Sano-. ¿Han revelado algo tus indagaciones?
– Hablé con los guardias y su comandante -explicó Hirata-, y también con el administrador jefe del Interior Grande. La versión oficial es que la muerte de Harume es una tragedia, que todos lamentan. Nadie dice otra cosa.
– ¿Se ha aceptado esa versión porque es la verdad o simplemente porque sirve para protegerse? -caviló Sano. Si demostraban que se trataba de un asesinato, Hirata y él podrían investigar más allá de las versiones oficiales. Las mujeres eran las personas más cercanas a Harume, con el acceso más fácil a su habitación y al frasco de tinta. Necesitaban la cooperación de la dama Keisho-in y la otoshiyori antes de entrevistar a las concubinas y a las sirvientas.
Los dejaron entrar en palacio, y recorrieron oficinas oscuras y silenciosas hasta los aposentos del sogún. Los guardias allí apostados les anunciaron:
– Su excelencia se ha retirado. Ha dado orden de que le informéis a primera hora de la mañana.
– Decidle que no hay epidemia, por favor -dijo Sano, para que Tokugawa Tsunayoshi no tuviera que preocuparse más de la enfermedad.
Después Hirata y él se adentraron en el laberinto del palacio. A medida que se acercaban al Interior Grande, un murmullo agudo fue invadiendo la quietud. Cuando los guardias abrieron las puertas que daban a las dependencias de las mujeres, el murmullo estalló en un alboroto de estridentes voces femeninas que parloteaban al compás de portazos, correteos, chapotear de agua y movimiento de vajilla.
– Por todos los dioses -dijo Hirata, tapándose los oídos. Sano se estremeció ante el estruendo.
En las horas posteriores a su primera visita, el Interior Grande había recobrado la que debía de ser su condición habitual. De camino hacia la estancia privada de la dama Keisho-in, pasaron por salas atestadas de bellas concubinas, ataviadas con chillonas vestimentas, que cenaban de una bandeja, se acicalaban delante de los espejos o jugaban a las cartas mientras discutían entre ellas y daban órdenes a sus sirvientas. Sano vio mujeres desnudas que se enjabonaban o aclaraban en altas bañeras de madera, y masajistas ciegos inclinados sobre espaldas descubiertas. Todas las mujeres le devolvían la mirada con una pasividad curiosa que reflejaba una aceptación estoica de su papel. A Sano le recordaban a las cortesanas de Yoshiwara: la única diferencia parecía consistir en que aquellas mujeres existían para el placer público mientras que éstas, sólo para el del sogún. Cuando atravesaban una sala, la conversación y la actividad cesaban por un instante antes de volver a la carga con estruendo inalterado. Una funcionaria de ropaje gris patrullaba los pasillos junto a un guardia. En aquella prisión femenina la vida seguía incluso tras la muerte violenta de una reclusa.
Sano se preguntaba si alguna de las mujeres sabría la verdad sobre el fallecimiento de Harume, y la identidad del asesino. A lo mejor todas la conocían, incluida su señora.
La puerta de los aposentos de la dama Keisho-in, situada al final de un largo pasillo, era como el portal principal de un templo: de ciprés macizo, rica en dragones grabados. Sobre ella ardía una linterna; dos centinelas vigilaban como deidades custodias a unos discretos veinte pasos. En cuanto Sano e Hirata se acercaron, la puerta se abrió sin un ruido. Una mujer alta salió por ella e hizo una reverencia.
– La señora Chizuru, funcionaria mayor del Interior Grande -dijo Hirata.