Midori, hija del daimio Niu de la provincia de Satsuma, le había ayudado a identificar al asesino de su hermana, acción que había ocasionado su destierro a un remoto convento. Sano había empleado sus influencias para llevarla de vuelta a Edo y conseguirle un puesto como dama de compañía en el castillo, una condición deseable para las chicas de familia distinguida. No había vuelto a ver a Midori, pero ella le había enviado una carta donde expresaba su deseo de compensarlo por su amabilidad.
Después de contarle la historia a Hirata, añadió:
– Asegúrate de hablar con ella y de decirle que trabajas para mí. A lo mejor te da alguna información de utilidad sobre los asuntos del Interior Grande.
Se separaron, Hirata de camino a las dependencias de las mujeres para ver a la dama Ichiteru y a Midori, y Sano en busca del teniente Kushida, el guardia de palacio que había amenazado con matar a la dama Harume.
9
Sano se abría paso a caballo por las callejuelas del barrio mercantil de Nihonbashi, entre casas de plebeyos y escaparates abiertos donde se vendía sake, aceite, cerámica, salsa de soja y otros productos. Los mercaderes regateaban con sus clientes. Peones, artesanos y amas de casa se agolpaban en las callejas patrulladas por soldados. Al otro lado de un puente que sorteaba un canal jalonado de sauces, Sano encontró una verdulería, una tienda de objetos de escritorio y varios puestos de comida. Los peatones lo saludaban amistosamente: por un azar no del todo sorprendente, su búsqueda del teniente Kushida lo había llevado a su propio territorio.
Cuando le había preguntado al comandante de la guardia de palacio por el paradero de Kushida, el hombre le había dicho: «El teniente ha sido rehabilitado en su puesto, pero no entra de servicio hasta mañana. Sin embargo, he oído que desde que lo suspendieron ronda por la Academia Sano de Artes Marciales.»
Se trataba de la escuela fundada por el difunto padre de Sano. Él mismo había dado clases en ella y había planeado dirigirla cuando su padre se jubilara, pero, al ingresar en el cuerpo de policía, su progenitor se la traspasó a un aprendiz. Aun así, Sano jamás había perdido su amor por el lugar donde aprendió el arte de la esgrima. Su madre, que no había querido trasladarse al castillo de Edo, todavía vivía en la casa contigua a la escuela. Al recibir el ascenso al cargo de sosakan-sama, se había gastado una parte de su abultado estipendio en renovar la academia. En aquel momento, al desmontar en el exterior de la larga y baja edificación, examinó con orgullo los resultados. El tejado combado y lleno de goteras había sido sustituido, y la fachada había recibido una mano de revoque. Un rótulo nuevo y más grande anunciaba el nombre de la academia. Su superficie también se había ampliado hasta ocupar dos casas vecinas. Sano entró. En el interior, hileras de samuráis ataviados con uniformes blancos de algodón blandían espadas, bastones y lanzas de madera en combates simulados. Gritos y pisadas resonaban en una estruendosa cacofonía, el ruido de fondo de la infancia de Sano. El familiar hedor a sudor y aceite para el pelo impregnaba el aire. El número de matriculados había pasado de un puñado a unos trescientos, y el de personal docente, de uno a veinte.
– ¡Sano-san! ¡Bienvenido! -Hacia él se acercaba Aoki Koemon, en su día compañero de juegos y aprendiz de su padre, en la actualidad propietario y primer sensei. Le hizo una reverencia y luego se dirigió ala clase-: ¡Atención! ¡Ha llegado nuestro patrón!
El combate cesó. En perfecto silencio, todos le hicieron una reverencia a Sano, que se sentía violento pero también gratificado. Su reputación le había dado renombre a la academia. Antes tan sólo estudiaban allí ronin y sirvientes de clase baja de clanes poco importantes. En la actualidad acudían los vasallos de Tokugawa y samuráis de las grandes familias daimio, con la esperanza de atraerse el favor de Sano y adquirir sus afamadas habilidades de combate en las clases que de vez en cuando impartía.
– Continuad donde lo habéis dejado -ordenó Sano, apenado de que su rango lo elevase por encima del lugar de su infancia, pero complacido de honrar el espíritu de su padre al compartir su éxito con la academia.
El ruido y el ajetreo se reanudaron.
– ¿Qué os trae hoy por aquí? -preguntó Koemon, un hombre bajo y fornido de rasgos amables.
– Busco a Kushida Matsutatsu.
Koemon señaló hacia el fondo de la habitación, donde un grupo de hombres recibía una lección de
– Ese es Kushida -anunció Koemon-. Es uno de nuestros mejores alumnos, y a menudo hace de instructor.