Mientras Sano se aproximaba para hablarle, el teniente Kushida hacía una demostración de golpes a la clase. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y llevaba unas sencillas vestiduras blancas de entrenamiento. Tenía la cara arrugada como la de un mono, y unos ojos que brillaban bajo una frente estrecha. La mandíbula prominente, los brazos y el torso largos y las piernas cortas acentuaban su apariencia simiesca. Parecía un pretendiente muy poco apropiado para una joven beldad como la dama Harume.
Kushida alineó a sus doce alumnos en dos hileras paralelas. Después se acuclilló, sosteniendo la lanza con las dos manos.
– ¡Atacad! -gritó.
Los jóvenes arremetieron contra él, lanzas en alto, entre aullidos que helaban la sangre. Empleada en un principio por los monjes guerreros, la
Trazando un círculo vertiginoso, Kushida danzaba entre sus atacantes como un remolino que trinchaba el aire con su lanza. Empleaba cada parte de su arma: paraba golpes con el asta, lanzaba tajos a sus contrincantes con el filo acolchado y les hundía el extremo romo en el pecho o el estómago. A medida que los cuerpos caían al suelo, Kushida pareció ganar estatura; su cara de mono adquirió una ferocidad encendida. Los alumnos gritaban de dolor, pero Kushida seguía luchando como si le fuese la vida en ello. Sano veía en él al típico samurái que mantenía sus emociones bajo un rígido control y hallaba una válvula de escape en ocasiones como aquélla. A esas alturas ya debía de haberse enterado de la muerte de la dama Harume. ¿Era aquella brutalidad su manera de expresar el dolor o la manifestación de las tendencias homicidas que le habían llevado a matarla?
En unos instantes, todos sus contrincantes estaban postrados, gimiendo y frotándose las contusiones.
– ¡Debiluchos! ¡Zopencos haraganes! -les espetó Kushida. Respiraba trabajosamente; su coronilla afeitada goteaba sudor-. Si esto hubiera sido una batalla de verdad, estaríais todos muertos. Tenéis que practicar más.
Entonces vio a Sano. Su cuerpo se puso tenso y alzó la lanza, como si se preparara para otro combate. Frunció el entrecejo.
– Sosakan-sama. No habéis tardado mucho en encontrarme, ¿verdad? -Su tono de voz era quedo y seco-. ¿Quién os ha hablado de mí? ¿Esa vaca de Chizuru?
– Si sabéis por qué estoy aquí, ¿no creéis que es mejor que salgamos fuera, donde podamos hablar en privado? -dijo Sano con una significativa mirada hacia los alumnos curiosos.
Kushida se encogió de hombros y se dirigió en silencio hacia la puerta. Se desplazaba con una gracia nervuda y tirante; los músculos de sus delgadas extremidades eran como cables de acero. Sacó un tazón de agua de un cubo de madera, y Sano lo siguió a la galería, donde se sentaron. Un desfile continuo de campesinos y samuráis a caballo ocupaba la calle.
– Contadme lo que pasó entre vos y la dama Harume -dijo Sano.
– ¿Por qué tenemos que hablar de eso, cuando ya debéis de saberlo? -Kushida tiró la lanza, dio un largo trago de agua y le lanzó una mirada furibunda-. ¿Por qué no me arrestáis y punto? Me han suspendido de mi trabajo; me he deshonrado a mí y al buen nombre de mi familia. ¿Cómo pueden ir peor las cosas?
– La pena por asesinato es la ejecución -le recordó Sano-. Os doy la oportunidad de contarme vuestra versión de la historia y, tal vez, de evitar más deshonras.
Con un suspiro de resignación, Kushida dejó su taza y se recostó sobre los codos.
– Bah, bueno -dijo-. Cuando la dama Harume llegó al castillo, yo me sentí… atraído por ella. Sí, conozco las reglas sobre el comportamiento con las concubinas del sogún, y siempre las había obedecido.
Sano recordó lo que le había dicho el comandante de Kushida cuando le preguntó por el carácter del teniente: «Es un tipo tranquilo, serio; no parece tener amigos ni una vida más allá del trabajo y las artes marciales. A los otros guardias no les gustan sus aires de superioridad. Hasta ahora, Kushida se ha controlado tan bien en presencia de las concubinas que todos piensan que no le atraen las mujeres. Asumió su cargo a los veinticinco años, cuando su padre lo dejó libre. Nos inquietaba un poco dejar suelto en el Interior Grande a un individuo tan joven; normalmente escogemos a hombres que ya no están en la flor de la vida. Pero Kushida ha durado diez años, más que muchos otros que han sido trasladados porque se tomaron demasiadas confianzas con alguna dama.»