Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Bajo la superficie de la sociedad de Edo se extendía una red invisible compuesta por esposas, hijas, familiares, criadas, cortesanas y otras mujeres vinculadas a los poderosos clanes samurái. Ellas recogían hechos con tanta eficacia como la metsuke -la agencia de espionaje de los Tokugawa- y los difundían de palabra. La propia Reiko era un eslabón de aquella laxa pero eficiente red. Como hija de un magistrado, a menudo había intercambiado noticias del Tribunal de Justicia por información exterior. Esa mañana se había enterado de que Sano había identificado a dos sospechosos del asesinato, el teniente Kushida y la dama Ichiteru. Las buenas costumbres no le permitían encontrarse con dos extraños sin que un conocido común los presentara antes, y no osaría arriesgarse a la ira de Sano abordándolos directamente. Sin embargo, la fuerza de la red femenina de información residía en su capacidad para sortear ese tipo de obstáculos.

El cortejo rodeó el mercado central de alimentos, donde los vendedores regían puestos atestados de rábanos blancos, cebollas, cabezas de ajos, raíces de jengibre y verduras. Los recuerdos llevaron una sonrisa a los labios de Reiko. A los doce años se había escapado de casa de su padre en busca de aventuras. Disfrazada de niño, con un sombrero para taparse el pelo y espadas a la cintura, se había confundido con la multitud de samuráis que paseaban por las calles de Edo. Un día, en ese mismo mercado, había topado con dos ronin que robaban en un puesto de frutas y pegaban al pobre vendedor.

– ¡Alto! -gritó Reiko, desenvainando la espada.

Los ladrones se rieron.

– Ven a por nosotros, niño -la incitaron, con las armas desenfundadas.

Cuando Reiko acometió a estocadas y tajos, el regocijo de los ladrones se tornó en sorpresa y luego en furia. Sus aceros chocaron con el de ella muy en serio. Los compradores huyeron; los samuráis que pasaban por allí se metieron en la refriega. Reiko se asustó; sin pararse a pensarlo había provocado una buena trifulca. Pero le encantó la emoción de su primera batalla real. Mientras luchaba, alguien le dio un codazo en la cara; escupió un trozo de diente roto. Luego llegó la policía, desarmó a los espadachines y los redujo a base de porrazos; les ató las manos y los hizo desfilar hacia la cárcel. Un doshin agarró a Reiko. Mientras forcejeaba se le cayó el sombrero. Su larga cabellera se derramó.

– ¡Dama Reiko! -exclamó el doshin.

Se trataba de un hombre amable que a menudo se paraba a conversar con ella cuando visitaba la casa del magistrado por asuntos de negocios. Gracias a ello, después Reiko no se encontró en la cárcel con el resto de camorristas, sino de rodillas en el tribunal de su padre.

El magistrado Ueda la miraba furibundo desde el estrado.

– ¿Qué significa esto, hija?

Temblando de miedo, Reiko se lo explicó.

Su padre no perdió el semblante adusto, pero una sonrisa de orgullo pugnaba por salir de su boca.

– Te sentencio a un mes de arresto domiciliario. -Era el castigo habitual para samuráis camorristas cuando no había muertes de por medio-. Después buscaré una vía de escape más apropiada para tu energía.

Desde aquel momento el magistrado la había dejado presenciar los juicios, a condición de que se mantuviera alejada de las calles. El diente roto, aunque la avergonzaba, era también su trofeo de batalla, el símbolo de su valor, su independencia y su rebelión frente a la injusticia. En el momento presente, mientras el palanquín la introducía por una calle de tiendas con carteles vistosos sobre unos portales con cortinas, sentía la misma emoción que en aquella lejana batalla y los juicios que había observado. Tal vez careciera de experiencia como detective, pero sabía instintivamente que por fin había encontrado el uso adecuado para sus talentos.

– ¡Deteneos! -ordenó a sus escoltas.

El cortejo hizo un alto y Reiko se apeó del palanquín. Cuando corrió por la calle, sus escoltas trataron de seguirla. Pero Reiko no tardó en perderlos entre la multitud, formada en su mayor parte por mujeres, como bandadas de pájaros parlanchines con sus alegres quimonos. En aquellas tiendas vendían pócimas de belleza y ornamentos para el pelo, maquillajes y perfumes, pelucas y abanicos. Los pocos hombres presentes eran tenderos, dependientes o escoltas de las damas. Reiko se escabulló bajo la cortina añil de la entrada a la tienda de Soseki, un afamado tratante de ungüentos.

La sala, iluminada por ventanas y claraboyas abiertas, contenía anaqueles, armarios y cubos llenos de toda sustancia embellecedora imaginable: bálsamos medicinales, aceites y tintes para el pelo; jabón y productos para eliminar imperfecciones, así como brochas y esponjas para aplicarlos. Los dependientes atendían a sus clientas. Reiko dejó los zapatos en la entrada y avanzó por los atestados pasillos. Se paró en el mostrador de esencias de baño.

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