La pareja entonó a dúo una canción de júbilo. Después cada uno arrancó la faja del otro. Las ropas cayeron y dejaron a la vista los grandes pechos de ella y el enhiesto órgano de él. Esa era la ventaja del teatro de marionetas: podían mostrarse escenas demasiado explícitas para los actores de verdad. El anfiteatro se llenó de vítores subidos de tono cuando Okiku y Bannojo se abrazaron. Hirata, sumamente excitado, apenas podía soportarlo. Con una gran erección, temía que la dama Ichiteru y todas las demás advirtieran su estado. Trató de adoptar un tono formal.
– ¿Habéis visto alguna vez un frasco de tinta cuadrado, negro y laqueado con el nombre de la dama Harume escrito en oro sobre la tapa?
Tragó saliva y se atragantó. Mientras Ofuji espiaba al otro lado de la puerta, Bannojo montó a Okiku. Entre la música sinuosa, los gemidos del cantor y las estentóreas exclamaciones del público, las marionetas simularon el acto sexual. Hirata no sabía dónde meterse, pero Ichiteru observaba el drama con sosegada indiferencia.
– Cuando una ve un hermoso recipiente de tinta… una da por sentado que es para escribir cartas… -Otra mirada fugaz-. Tal vez cartas de… amor.
La última palabra, pronunciada en un susurro, le provocó a Hirata un escalofrío. La dama Ichiteru se llevó la mano a la sien, como si pretendiera retirarse un mechón de pelo rebelde. Sin mirarlo, bajó la mano y dejó que la amplia manga de su quimono cayera sobre el regazo de Hirata. La ingle le palpitó al repentino contacto del pesado tejido; respiró sofocado. ¿Lo había hecho sin querer o adrede? ¿Cómo debía reaccionar?
Trató de concentrarse en el drama que seguía en escena, donde había llegado la mañana acompañada del inesperado regreso de Jimbei, el marido de Okiku. Una Ofuji triunfante lo informó de que su esposa y su hermano lo habían traicionado. Jimbei, el adusto y noble samurái, interpeló a su mujer. Okiku intentó explicar el cruel ardid del que había sido víctima, pero el honor clamaba venganza. Jimbei atravesó el pecho de su esposa de una estocada. Ofuji le suplicó que se casara con él, jurándole amor eterno, pero Jimbei salió en pos de su artero hermano.
Al abrigo de su manga, la dama Ichiteru posó su mano en el muslo de Hirata y empezó a masajearlo. Hirata notaba su roce como si fuera en la carne desnuda, cálido y suave. Resollando, esperó que el público estuviese demasiado absorto en la obra para darse cuenta. La dama Ichiteru no alteró su expresión impasible. Pero ahora él sabía que su actitud provocadora era intencionada. Había manejado el encuentro hasta llegar a ese punto.
En el mercado de la ciudad, Bannojo oyó la noticia de la muerte de Okiku, corrió a la casa y mató a la traicionera Ofuji. En ese instante, llegó Jimbei. Al compás de una música enloquecida, los gritos del cantor y los berridos de ánimo del público, los hermanos desenfundaron sus espadas y lucharon. Hirata, ajeno casi por completo a la tragedia, sintió que su excitación aumentaba cuando la mano de la dama Ichiteru trepó furtivamente hasta su entrepierna. Aquello no debería estar pasando. Estaba mal. Ella pertenecía al sogún, que haría que los mataran a los dos si llegaba a saber de aquel devaneo. Hirata sabía que debía detenerla, pero la emoción del contacto prohibido lo mantuvo inmóvil.
El dedo de Ichiteru bordeó la punta de su virilidad. Hirata se tragó un gemido. Una vuelta y otra. Después aferró el rígido mástil y empezó a manipularlo. Arriba y abajo. El corazón de Hirata daba brincos; su placer fue en aumento. En escena, el marido ultrajado, Jimbei, asestaba la estocada fatal a su hermano. La cabeza de Bannojo salió volando. La mano de Ichiteru se desplazaba arriba y abajo con hábiles movimientos. Tenso y sin aliento, Hirata se acercaba al borde del clímax. Se olvidó de la investigación, ya no le importaba que alguien los viera.
Entonces Jimbei, abrumado por la pena, se hizo el haraquiri junto a los cadáveres de su esposa, su hermano y su cuñada. De repente, la obra acabó y el público rompió a aplaudir. Ichiteru retiró la mano.
– Adiós, honorable detective… Ha sido un encuentro muy interesante. -Con ojos modestamente bajos y la cara oculta por el abanico, hizo una reverencia-. Si necesitáis mi ayuda para algo más… no dudéis en hacérmelo saber.
Hirata, privado del alivio que necesitaba, la miró boquiabierto y lleno de frustración. Por la conducta de Ichiteru, se diría que el incidente no había llegado a producirse. Demasiado confuso para hablar, se levantó para irse, pugnando por recordar lo que había averiguado en la entrevista. ¿Cómo podía ser una despiadada asesina una mujer a la que tanto deseaba? Por primera vez en su carrera, Hirata sentía que su objetividad profesional lo abandonaba.
Desde detrás de los cortinajes del escenario se oyó la solemne voz del cantor:
– Acaban de presenciar una historia real que ilustra cómo la traición, el amor prohibido y la ceguera ocasionaron una terrible tragedia. Les agradecemos su asistencia.
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