– El Satsuma-za les da la bienvenida al estreno de
De detrás del cortinaje surgió una melancólica melodía de samisén. Por encima, apareció un telón de fondo con un jardín pintado. La voz incorpórea del cantor emitió una serie de lamentos y entonó:
– En el quinto mes del año dos de Genroku, en la ciudad provincial de Shimonoseki, la bella y ciega Okiku espera el regreso de su marido, un samurái que está en Edo al servicio de su señor. Su hermana Ofuji la consuela.
El público prorrumpió en vítores cuando entraron en escena dos marionetas femeninas con cabezas de madera pintada, largo pelo negro y brillantes quimonos de seda. Una tenía una bonita cara de pena; sus ojos estaban cerrados para indicar la ceguera de Okiku. Mientras la figura simulaba sollozar, la voz del cantor adoptó un falsete femenino:
– Oh, cómo echo de menos a mi querido Jimbei. Hace tanto que se fue; moriré de soledad.
Su hermana Ofuji era fea y tenía el entrecejo fruncido.
– Tienes suerte de tener un hombre tan bueno -dijo el cantor en tono más grave-. Laméntate por mí, que no tengo marido. -Después, informó al público-. En su ceguera, Okiku no ve que Ofuji está enamorada de Jimbei y que su hermana envidia su buena fortuna y la quiere mal.
Okiku entonó una triste canción de amor, acompañada del samisén, una flauta y un tambor. El público se agitó, expectante; se alzó un sonoro murmullo de conversaciones: el silencio durante las representaciones no era uno de los hábitos de los aficionados al teatro de Edo. Hirata, con el hueso de cereza aún aferrado en la mano, obligó a sus pensamientos a volver a la investigación.
– ¿Sabíais que la dama Harume iba a tatuarse? -preguntó.
– Mi relación con Harume no era lo bastante estrecha para dar lugar a confidencias. -Desde detrás de su abanico, Ichiteru honró a Hirata con una mirada que le pasó por encima como un hálito cálido-. Me han llegado unos rumores asombrosos… Decidme, si me permitís el atrevimiento… ¿En qué parte de su persona estaba el tatuaje?
Hirata tragó saliva.
– Estaba en su, esto… -titubeó. ¿De verdad desconocía la ubicación del tatuaje? ¿Era inocente?-. Estaba, eh…
Un ligerísimo asomo de regocijo curvó los labios de la dama Ichiteru.
– Encima de la entrepierna -masculló Hirata. La vergüenza lo inundó como una marea de agua hirviendo. ¿Lo había manipulado Ichiteru deliberadamente para que recurriera a un término tan grosero? Era tan provocativa y elegante a la vez… ¿Cómo iba a lograr finalizar la entrevista? Desconsolado, Hirata fijó la mirada en el escenario.
La canción de Okiku había terminado. Un bello y taimado samurái de madera entró furtivamente en escena.
– El hermano pequeño de Jimbei, Bannojo, está enamorado en secreto de Okiku y la quiere para él -narró el cantor. Bannojo hizo señas a Ofuji. A escondidas de la ciega Okiku, la pareja conspiraba; la celosa Ofuji accedió a dejar entrar en la casa al codicioso Bannojo aquella noche. La música dio un giro discordante, y murmullos de inquietud recorrieron al público. Hirata se aferró a los jirones de su integridad profesional.
– ¿Habíais estado en la habitación de la dama Harume antes de su muerte? -preguntó.
– Resultaría degradante entrar en la habitación de una simple campesina. Eso… -la mirada encubierta de Ichiteru adquirió un velo de insinuación- no se hace.
Si no había entrado en la habitación de Harume, ¿significaba que no había tenido oportunidad de envenenar la tinta? A pesar de su adiestramiento policial, Hirata era incapaz de pensar con discernimiento o de seguir la lógica del interrogatorio, porque el comentario de la dama Ichiteru lo había herido en el corazón de su inseguridad. Se sentía vulgar en su presencia; parecía que lo rechazaba, como había hecho con Harume, como si fuera indigno de que lo tuviera en cuenta. La humillación agudizó su deseo.
En escena, apareció un nuevo decorado: una alcoba, con una luna en cuarto creciente en la ventana para marcar la noche. La bella Okiku dormía mientras Ofuji dejaba entrar a Bannojo en la habitación.
Okiku despertó y se sentó.
– ¿Quién anda ahí? -El cantor confirió a su voz un tono agudo, asustado.
– Soy yo, Jimbei, que he vuelto de Edo -respondió el cantor por Bannojo, y después explicó-: Su voz se parece tanto a la de su hermano, y ella tiene tantas ganas de ver a su marido, que se cree la mentira.