Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:
– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.
– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.
– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?
Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:
– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!
Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.
– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.
– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.
– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.
– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.
– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.
– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.
Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.
El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.
– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…
Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.
Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.