El público, monedas en mano, formó una cola delante de la cortina. La Rata bajó de un salto de la tarima para hacerlos pasar; su ayudante, un gigante de abultada musculatura, recogía el dinero de las entradas. Hirata se incorporó a la cola. Al ver sus manos vacías el gigante gruñó y frunció el entrecejo.
– Es a ti a quien vengo a ver -le dijo a la Rata.
– Ah, Hirata-san. -Los ojillos brillantes de la Rata adquirieron un destello de astucia codiciosa; se frotó las zarpas peludas-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?
– Necesito información.
La Rata, que campaba por Edo y sus provincias en continua búsqueda de nuevos monstruos, también recogía novedades. Complementaba sus ingresos con la venta de información selecta. Cuando era agente de policía, Hirata lo había atrapado durante una redada en un burdel ilegal, y la Rata había trocado su puesta en libertad por información, revelándole a Hirata el paradero de un forajido que llevaba años eludiendo a la policía de Edo. Desde entonces, Hirata lo había usado a menudo de confidente. Sus precios eran altos, pero el servicio era fiable.
– Será mejor que entréis -dijo la Rata. Hablaba con acento pueblerino y extranjero-. La función está a punto de empezar, y tengo que anunciar los números. Podemos hablar entre tanto.
Hirata lo siguió al interior del edificio, donde el público se agolpaba en una angosta habitación frente al telón bajado de un escenario. La Rata se encaramó a él. Ensalzó las maravillas que estaban a punto de presenciar y empujó a la muchedumbre a un frenesí ansioso y vocinglero; entonces anunció:
– ¡Y ahora os presento al enano de Kanto!
Se abrió el telón y apareció una figura grotesca, la mitad de alto que un hombre normal, con cabeza grande, cuerpo enano y extremidades cortas. Ataviado con chillones ropajes teatrales, entonó una canción de un popular drama kabuki. El público vitoreó. La Rata se unió a Hirata entre bastidores.
– Busco a un vendedor ambulante de drogas llamado Choyei -dijo Hirata, y le refirió la escasa información que disponía sobre el hombre.
La Rata exhibió una sonrisa asilvestrada.
– De modo que queréis saber quién vendió y quién compró el veneno que mató a la concubina del sogún. No es cosa fácil dar con alguien que no quiere que lo encuentren. Hay muchos escondrijos en Edo.
Hirata no se dejó engañar. La Rata siempre comenzaba las negociaciones haciendo hincapié en la dificultad de obtener determinada información.
– Treinta monedas de cobre si me lo encuentras para mañana -dijo Hirata-. Si es más tarde, veinte.
En el escenario, el enano acabó su canción.
– Disculpad -dijo la Rata. Saltó al escenario y anunció-: ¡ La Bodhisattva viviente!
Entre vítores redoblados, apareció una mujer. Llevaba un vestido sin mangas para mostrar sus tres brazos. Adoptó poses que recordaban las estatuas de muchos brazos de la deidad budista de la piedad y después invitó a varios miembros del público a apostar en cuál de las tres tazas puestas boca abajo se ocultaba un cacahuete. La Rata volvió con Hirata.
– Cien monedas de cobre, cuando sea que encuentre a vuestro hombre.
Siguieron otros números: un gordo danzante; un hermafrodita que cantaba las partes masculinas y femeninas de un dúo. Las negociaciones continuaron. Al final Hirata dijo:
– Setenta monedas de cobre si lo encuentras en dos días, cincuenta si es después, y nada si yo encuentro a Choyei primero. Esa es mi última oferta.
– De acuerdo, pero quiero un anticipo de veinte monedas para cubrir gastos -dijo la Rata.
Hirata asintió y le dio las monedas. La Rata las guardó en la bolsa que llevaba a la cintura y fue a anunciar el número final.
– Y ahora, el acontecimiento que todos estabais esperando: ¡Fukurokujo, dios de la sabiduría!
Salió a escena un chico de unos diez años. Tenía los rasgos diminutos como los de un bebé, los ojos cerrados y la cabeza prolongada en una elevada calva que recordaba la del legendario dios. Del público surgieron gritos de asombro.
– ¡Por un suplemento de cinco zeni, Fukurokujo os dirá la buenaventura! -gritó la Rata; el público avanzó, presuroso. A Hirata le dijo-: Para sellar nuestro trato, os regalo una buenaventura. -Lo llevó al escenario y puso su mano sobre la frente del niño-. Oh, gran Fukurokujo, ¿qué ves en el futuro de este hombre?
Con los ojos todavía cerrados, el «dios» dijo con voz estridente e infantil:
– Veo una bella mujer. Veo peligro y muerte. -Mientras el público prorrumpía en «Ohs» y «Ahs», el chico clamó-: ¡Cuidado, cuidado!
El recuerdo de la dama Ichiteru asaltó de nuevo a Hirata. Vio su cara adorable e impasible; sintió su mano sobre él; oyó una vez más la música de las marionetas que subrayaba su deseo. Volvió a experimentar la incitante mezcla de lujuria y humillación. Incluso al recordar sus artimañas y a pesar del castigo por tener trato con la concubina del sogún, anhelaba a Ichiteru con terrorífica pasión. Sabía que tenía que volver a verla, si no para repetir la entrevista y arruinar su reputación profesional, sí para ver adónde llevaría su encuentro erótico.
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