– Por supuesto. -La boca de la mujer se curvó en una sonrisa que dejó a la vista sus dientes ennegrecidos por la cosmética-. Yo me encargo de todos los entretenimientos de mi señor. Junto a ella, el caballero Miyagi asintió con complacencia-. Yo misma selecciono a sus concubinas y cortesanas. El verano pasado trabé conocimiento con la dama Harume y se la presenté a mi marido. Yo organicé cada una de las citas, enviándole cartas a Harume para decirle cuándo debía presentarse en la posada.
Había esposas que llegaban a extremos increíbles en su afán por servir a sus maridos, pensó Sano. Aunque aquel contubernio le ocasionaba un hormigueo de repelús, deseaba que Reiko poseyera algo de la disposición a complacer que tenía la dama Miyagi.
– Asumisteis un gran riesgo al encariñaros con la concubina del sogún -le comentó a Miyagi.
– El peligro me proporciona un gran deleite. -El daimio se estiró con suntuosidad. Sacó la lengua y sus labios se humedecieron de saliva.
Auténtico devoto de las delicias de la carne, parecía agudamente consciente de toda sensación física. Llevaba la bata como si notara la suave caricia de la seda en su piel. Cogió una pipa de tabaco de la bandeja de metal y chupó con lenta deliberación, suspirando al soltar el humo. Parecía casi infantil en su franco placer. Mas Sano veía una sombra siniestra tras los ojos entrecerrados. Recordó lo que sabía de los Miyagi.
Se trataba de un clan menor, más célebre por su disipación sexual que por el liderazgo político. Rumores de adulterio, incesto y perversión perseguían a miembros tanto masculinos como femeninos, aunque sus riquezas les eximían de las consecuencias legales. Al parecer, el actual daimio seguía las tradiciones familiares, que en algunos casos incluían la violencia.
Dirigiéndose tanto al marido como a la mujer, Sano preguntó:
– ¿Sabíais que Harume tenía planeado tatuarse?
El caballero Miyagi asintió y fumó. Su mujer respondió:
– Sí, lo sabíamos. Fue deseo de mi marido que Harume le demostrara su devoción rasgando su cuerpo como prenda de amor. Yo escribí la carta en la que se lo pedíamos.
Sano se preguntó si la rigidez de modales de la dama Miyagi reflejaba una frigidez sexual que descartaba las relaciones conyugales normales entre ella y su marido. Desde luego, no poseía ninguno de los atractivos físicos apreciados por un hombre de su talante. Pero tal vez obtuviera su propia excitación carnal al procurarle la suya a su marido; también ella era miembro del infame clan. De la bolsa que llevaba a la cintura, Sano sacó el frasco laqueado cuya tinta había envenenado a Harume.
– Entonces ¿obtuvo esto de vos?
– Sí, le enviamos el frasco con la carta -respondió la dama Miyagi con calma-. Yo lo compré. Mi marido escribió el nombre de Harume en la tapa.
De modo que los dos tocaron el recipiente. -
¿Cuándo? -preguntó Sano.
La dama Miyagi recapacitó.
– Hace cuatro días, me parece.
Aquello habría sido antes de que relevaran al teniente Kushida del servicio en el Interior Grande, pero después de la denuncia de la dama Harume. Aunque Kushida afirmaba no haber tenido conocimiento previo del tatuaje, y Sano aún no sabía nada de la dama Ichiteru; esperaba que Hirata obtuviera la información. De momento, los Miyagi parecían ser los que habían dispuesto de la mejor oportunidad para envenenar la tinta.
– ¿Os llevabais bien con la dama Harume? -preguntó Sano al caballero Miyagi.
El daimio se encogió de hombros con languidez.
– No nos peleábamos, si es a eso a lo que os referís. La amaba tanto como me es posible amar a alguien. Yo obtenía del asunto lo que quería, y suponía que ella también.
– ¿Y qué era lo que ella quería? -El diario explicaba el modo en que Miyagi obtenía gratificación, pero Sano sentía curiosidad por saber el motivo por el que la bella concubina se había jugado la vida en encuentros sórdidos y carentes de placer con un hombre poco agraciado.
Por primera vez, el caballero Miyagi parecía incómodo y miró a su mujer.
– Harume tenía ansia de aventuras, sosakan-sama -respondió ésta-. La relación prohibida con mi esposo la satisfacía.
– ¿Y vos? -preguntó Sano-. ¿Qué opinión os merecía la dama Harume y la relación?
La mujer volvió a sonreír, una expresión curiosamente desagradable que recalcaba su fealdad.
– Sentía gratitud hacia Harume, como la siento hacia todas las mujeres de mi marido. Las considero mis compañeras en el servicio de su placer.